Por gracia de Dios

Crítica de Diego Maté - A Sala Llena

Gracias a Dios

La última película de François Ozon rompe en buena medida con el horizonte de su filmografía: Por gracia de Dios tiene una agenda, es -como se le suele decir- un alegato, un artefacto que busca intervenir en el desarrollo de una causa. Con otras palabras: Por gracia de Dios se da a sí misma objetivos extracinematográficos, y en todo caso el cine se transforma en el medio que permite vehiculizar una denuncia. En general, se sabe, Ozon hace justo lo contrario a eso: sus películas son objetos autorreferenciales que llaman la atención sobre sí mismos y sus mecanismos; menos historias en las que sumergirse que aparatos con los que el espectador debe aprender a jugar. Por gracia de Dios, entonces, es una película de una seriedad infrecuente para el director que, seguramente urgido por la gravedad del tema, trata de borrarse a sí mismo y de dejar el relato en primer plano; un acto de desaparición extraño para él que, contra cualquier pronóstico, le sale bastante bien.

La historia es más bien simple, se basa en casos reales y en un litigio todavía en curso: varios scouts son abusados por un cura de Lyon. Tres décadas después, cuando la mayoría ronda los cuarenta años, la denuncia pública de uno de ellos reactiva el asunto, las víctimas empiezan a encontrarse unas con otras y crean una organización destinada a dar a conocer los hechos y buscar justicia. Que los declarantes y los acusados aparezcan con sus nombres y apellidos no hace más que robustecer el tema de la película y, al mismo tiempo, uno imagina, ata de pies y manos a Ozon, que no parece animarse a imprimirle al relato ni un poco de su conocido gusto por los excesos y las piruetas formales (cosa que, en buena medida, se agradece).

El director no es un gran narrador, pero siempre se las arregló para disimular esa falta apelando a una buena cantidad de gadgets, ya fueran los códigos del musical, una premisa fantástica o una vuelta de tuerca. Y si bien acá Ozon está, digamos, reducido, se las ingenia para contrabandear algún que otro artilugio narrativo. En la primera mitad, que es la mejor, la más dinámica, la película adquiere un tono decididamente epistolar, un formato que el cine nunca supo aprovechar del todo. El relato empieza con la historia de Alexandre, que se atreve a denunciar a Preynat (el cura) yendo contra los deseos de sus padres. Alexandre intercambia cartas con varias personas. Ozon, que tiene un ojo avezado para estas cosas, descubre allí un recurso que le permite insuflarle velocidad y fuerza a un historia poco espectacular: la primera parte, entonces, transcurre entre las cartas leídas y las imágenes de Alexandre en su vida cotidiana. La relación entre unas y otras no siempre es directa y eso le deja espacio libre al director para experimentar con el desarreglo: las cartas hablan de cosas terribles pero lo hacen de manera formal y protocolar, mientras que el montaje muestra breves secuencias del protagonista junto a su familia, yendo al trabajo o caminando por la calle. Si esta primera parte funciona tan bien eso seguro se debe a Melvil Poupaud. Poupaud trabajó con casi todo el mundo, pero yo me fijé en él recién en las películas de Raúl Ruiz, que lo inició en el cine. Ozon le confía un papel gris: Alexandre es un hombre de familia de clase media acomodada, católico, trabajador, el tipo no tiene nada parecido a una mancha, un vicio ni nada que lo vuelva destacable. Actor de una intensidad infrecuente, Poupaud hace de Alexandre un personaje magnético que lleva el cine en el cuerpo y lo desparrama allí a donde vaya, haga lo que haga, ya sea escribir en una computadora, viajar en tren o caminar con sus hijos por la calle.

Una vez que se presenta a fondo a Alexandre, el guion hace entrar de a poco a otros personajes a los que más o menos les delega la historia. Obtenidos los primeros testimonios, ahora hay que ocuparse de formar una organización, llegar a los medios y atender al sinfín de llamados de víctimas del cura. La estructura epistolar, tristemente, desaparece, pero Ozon mantiene sin demasiados problemas el tono intermedio, más bien naturalista, de la película: ajeno a cualquier clase de épica individual, el relato acompaña a los personajes en su marcha por los caminos de la burocracia y los vericuetos legales y lo hace todo velozmente, las escenas son breves y se suceden unas otras con el mismo vértigo con el que los protagonistas libran su guerra personal.