Pompeii, la furia del volcán

Crítica de Fernando López - La Nación

El último largo día de Pompeya

Describir el impresionante espectáculo de la destrucción de Pompeya por la erupción del Vesubio ha sido una empresa que el cine intentó casi desde su propio comienzo, a principios del siglo pasado. Después, una novela que el inglés Edward George Bulwer Lytton publicó en 1834 y que imaginaba una historia melodramática con varios triángulos amorosos, intrigas, mitología cristianismo, brujería y algo de historia para llegar a su culminación con la catástrofe - Los últimos días de Pompeya - sirvió de excusa p ara varias producciones, las más famosas de las cuales habrán sido probablemente las que dirigieron Carmine Gallone en 1925, Ernest B. Shoedsack en 1935 y Mario Bonnard y Sergio Leone en 1959 (con Steve Reeves).

A Paul W. S. Anderson, responsable de Mortal Komba t, Resident Evil y Alien v. Predator, entre otros títulos no demasiado memorables (y que de ninguna manera debe confundirse con Paul Thomas Anderson, el director de Magnolia y Petróleo sangriento ), el caso de la ciudad que estuvo desaparecida durante 1700 años lo fascinaba desde chico, según ha dicho, y por eso estuvo seis años preparando esta producción en 3D que mezcla cine catástrofe, épica, peplum, amor y, sobre todo, despliegue aparatoso de efectos visuales y sonoros para ofrecer espectáculo.

Difícil imaginar qué les habrá llevado tanto tiempo al director y a sus cuatro libretistas a juzgar por los resultados. El armazón narrativo -por llamarlo de alguna manera- es bastante endeble. Hay un esclavo celta con sed de venganza que se ha convertido en gladiador invencible pese a su relativamente modesta envergadura física (basta verlo al lado de su gigantesco colega moreno). En el camino a Pompeya, conoce a la hija de su amo, un rico mercader, y se enamora de ella, a la que conquista con un par de muestras de su fortaleza y su sensibilidad. Pero no sólo su condición de esclavo y su futuro poco prometedor (los gladiadores tienen los días contados) entorpecen su plan de quedarse con la dama. La misma aspiración tiene el corrupto, poderoso y perverso senador romano que encima cuenta con el apoyo del emperador.

Entre las fiestas del vino, que se celebran en esos días, los espectáculos en la arena (que siempre termina tapizada de cadáveres) y las tensiones que crecen entre tiranos y esclavos, entre poderosos y humillados, también crece la tensión en el interior del Vesubio, que está ahí nomás, a la vista de todos. Ya se sabe cómo terminará todo. Lo que no se sabe es cuándo ni cuánto tiempo le llevará a la montaña descargar su furia. Porque las doce horas que según los estudiosos le alcanzaron al volcán para no dejar rastro de Pompeya ni de otras ciudades cercanas en la versión de Anderson parecen días. El show de efectos que ilustra la destrucción es reiterativo, poco imaginativo y difícilmente inteligible, pero hay que dar tiempo para que en el larguísimo final se acumulen todos los lugares comunes posibles, así que hasta que todos los villanos estén muertos, todas las venganzas se hayan concretado, el héroe haya salvado a su chica y queden un par de minutos para el beso del final habrá que esperar a que el Vesubio se decida a completar su obra. Y Anderson la suya.