Poder sin límites

Crítica de David Obarrio - Cinemarama

Tu corazón se abrirá. Tal vez

En Poder sin límites hay algunas escenas que son hermosas de verdad: los tres jóvenes amigos que acaban de adquirir poderes sobrenaturales de casualidad –la cosa es que están paveando en una fiesta y se encuentran, en un terreno cerca de la casa, con un pozo en el que se meten sin ningún motivo y del cual salen como transfigurados, al principio sin darse cuenta– están jugando. En realidad no saben qué hacer con eso que les tocó de repente, esa capacidad nueva que parece venida de otro mundo, así que juegan: se tiran pelotitas los unos a los otros y las hacen detener en el aire antes de que les golpeen la cara, mueven cosas por el aire en el supermercado y las cargan en carritos ajenos; el chico negro del grupo cambia un auto de un lugar al otro del estacionamiento del shopping sin tocarlo, con el único fin de poder observar desde la distancia el desconcierto de la dueña cuando llega con los paquetes (“Sí, señora, esta vez sí que fue el negro”, dice uno de los amigos. Gran chiste). Más tarde se empiezan a elevar varios metros por sobre sus cabezas: como tantas veces, la fantasía realizada del acto de volar en el cine es un momento de intensidad y de regocijo particulares. Pero de pronto, sin ninguna escena de preparación en el medio que muestre de manera rutinaria el progreso, esos chicos aparecen enfundados en atuendos como para soportar una helada y se deslizan con gritos de júbilo a través de un paisaje embriagador de nubes que parecen dibujadas sobre un azul violento.

El director debutante Josh Trank parece decidido a desplegar con especial cariño y dedicación la veloz emoción de secuencias como esas, grabándolas también en la cabeza del espectador para que este pueda a su vez atesorarlas, como una cifra oculta personal, un abracadabra de calor y felicidad velados cuya radiante evidencia se expande con discreción por los planos de la primera parte de película. Quizá a modo de contrapunto con la desdicha del personaje central, el más retraído y triste de los amigos. Es que como un reverso de ese ballet del aire y la luz, Poder sin límites presenta con pantallazos oscuros la vida doméstica de Andrew, el nerd que usa su cámara de video como talismán y registra todo lo que se le cruza por delante. La madre se muere de cáncer, desahuciada en su propia cama, y el padre resulta ser una piltrafa humana, desempleado crónico, abusivo y alcohólico que se desquita de su frustración moliendo cada tanto a palos a su hijo.

Poder sin límites es un cuento moderno que abreva en imágenes y situaciones ritualizadas para barajar de nuevo las cartas todo lo que se pueda y extraer de allí combinaciones modestamente originales. El director hace gala de un sentido poético genuino en la precisa fluidez de las situaciones de corte fantástico de la película, que se alternan y se integran con el realismo descarnado de las golpizas y de las escenas con la madre moribunda, así como en la descripción de las andanzas de los tres chicos cuya amistad parece doblarse sobre una progresión de malos entendidos, desconfianza mutua y violencia absurda.

Andrew está marcado a fuego por sus vivencias cotidianas, y la oscuridad creciente de la película no proviene de un dilema moral convenientemente irresuelto –el clásico “cómo administrar un poder para el que no se está preparado”– sino de un puñado de situaciones primordiales originadas en esa organización dudosa llamada familia. Pero lo notable es que la película rehuye cualquier ostentación de psicología al paso. En cambio, prefiere fluir con serena austeridad y el empuje de una constante vibración secreta que hace temblar los planos con el eco de una adorable banalidad: Andrew no se integra al mundo porque se devora a sí mismo por dentro. El encuentro entre el chico y una dimensión externa que esté más allá de sus dos amigos (las chicas, por ejemplo, a las que mira con recelo y devoción) se da como un estallido, la escenificación en términos de gran espectáculo –con modales de cine catástrofe incluidos en los tramos finales– de un sustrato recóndito e intransferible de dolor. En Poder sin límites el poder no tiene la consistencia de una imposición trágica sino el de una fatalidad sin trascendencia ni destino. La belleza casi incandescente que el director sabe imprimirles a los momentos felices de la película constituye, acaso, el frágil consuelo de un mundo que no guarda esperanzas de ser redimido.