Planta permanente

Crítica de Gabriela Mársico - CineramaPlus+

Ezequiel Radusky (Los dueños) dirige en solitario y coescribe junto a Diego Lerman (Una especie de familia) este filme que aborda la burocracia y la precariedad laboral como las dos caras de una misma moneda. El conflicto estallará a partir de la clausura del comedor de la planta permanente, gestionado por dos amigas (Lili y Marcela) empleadas de limpieza del Ministerio de Obras Públicas de Provincia, que había sido sostenido hasta el final del gobierno anterior. La llegada de la directora de la nueva gestión implementará cambios, es decir, despidos y nuevas contrataciones, además de la clausura del comedor que dejará a Lili y a Marcela en la más absoluta indefensión…

LOS CONDENADOS DE LA TIERRA

En el prólogo del libro Los condenados de la tierra de Frantz Fanon, Jean Paul Sartre plantea que los marginados, los colonizados, los oprimidos, se encuentran acorralados ante las armas de los colonizadores, es decir, los opresores que les apuntan. Esos tremendos impulsos, esos deseos de matar que surgen del fondo de su corazón y que no siempre reconocen, porque no es su propia violencia sino que es la violencia de los colonizadores, que invertida crece dentro de ellos y los desgarra. Esa furia contenida al no estallar gira en redondo y daña a los propios oprimidos…

En resumidas cuentas esta dinámica podría sintetizar la premisa del filme. El ejercicio del poder, a través de la burocracia, encarnada en la nueva directora, como brazo ejecutor de las nuevas políticas que implementará en el organigrama ministerial, se traducirá en despidos y nuevas incorporaciones de su conocimiento, y apuntará a la cabeza de los empleados con certera eficacia. La violencia, ejercida por ella misma, invisible para las víctimas sacrificiales, que ven en ella a una mujer cabal y transparente, es neutralizada por el uso de una dulce voz impostada, una apariencia angelical, y un discurso de evangelista. La hipocresía y el cinismo que se desprenden de su discurso y de su postura pasarán desapercibidos entre los damnificados. A nosotros, los espectadores, nos traerá claras reminiscencias de la gobernadora de la anterior administración.

Lili (Liliana Juárez) junto a su amiga Marcela (Rosario Bléfari) llevan adelante un comedor en una dependencia abandonada dentro del edificio para los empleados del lugar. La nueva directora, interpretada por la uruguaya Verónica Perrota, lleva a cabo una reestructuración de la organización, lo que implicará despidos, la hija de Marcela será reemplazada por la hija de su empleada doméstica. “Los contratados son carne de cañón, más si vienen de una gestión anterior” se rumorea por los pasillos. La directora, en su raid exterminador, recorrerá las dependencias del Ministerio junto con los empleados, y se deshará de todo aquello que ya no sirva o resulte obsoleto, sin importar que sean muebles, carpetas, máquinas tanto así como empleados con el fin de maximizar el espacio físico, en detrimento de la reducción de personal.

El comedor de las dos mujeres será clausurado, irónicamente o como afirma la directora con brutal cinismo, por su condición de informalidad, privándolas de la entrada extra que las ayudaba a redondear sus bajos salarios. Esta violencia camuflada no tardará en hacer estallar el microclima dentro de la repartición, que instalará un aire de sospecha, desconfianza y furia contenida entre los empleados, y muy especialmente, entre las dos amigas. A partir del despido de la hija de Marcela de la Planta Permanente, y del cierre del comedor, Lili y Marcela quedaran tan acorraladas que empezarán a estallar redirigiendo la desconfianza, la furia y su propia impotencia contra ellas mismas. Lo que dejará al descubierto no sólo la precariedad de su mundo laboral sino y sobre todo la fragilidad de las relaciones humanas.

Planta Permanente nos interpela no sólo como espectadores sino como ciudadanos, sujetos, y en muchos casos sujetados al poder omnímodo del Estado bajo precarios lazos de contrataciones informales y empleos temporarios. En este punto el director Raduzky, él mismo con un pasado de empleado público, parecería preguntarnos para qué sirve el Estado. Si su función, como siempre ha ocurrido durante los gobiernos populares, ha sido la de resguardar los derechos de los más vulnerables, o bien, como ha ocurrido tantas veces durante los gobiernos neoliberales, la de vulnerarlos, justamente esos derechos de los más desprotegidos que más deberían reguardar.

En este caso, se hace evidente que el Estado manejado bajo la administración neoliberal tenderá a desarticular iniciativas autogestivas, como es el caso del comedor de planta permanente, enterrando el proyecto de las dos mujeres bajo aplastantes capas de normativas y regulaciones entramadas dentro de un diabólico mundo paralegal, baste como ejemplo la licitación final por el comedor. Un mundo tan perverso como ilegal, del que las mujeres, ajenas a tales manejos, saldrán arrojadas de esa terrorífica maquinaria paraestatal.

Vale la pena ver Planta Permanente no sólo porque muestra una realidad tan ineludible como patética, las relaciones de poder entre opresores y oprimidos dentro de las dependencias públicas, ese hilo tan fino siempre a punto de cortarse que liga a unos con otros, sino además porque nos da la oportunidad de ver a Rosario Bléfari, recientemente fallecida, en su última actuación, y de disfrutar de la magistral interpretación de la tucumana Liliana Juárez.

Sólo a través del uso de ese humor tan negro por el que se han hecho famosos tantos tucumanos, como el mismísimo Raduzky, director del filme, se nos hace posible ver y digerir la pérdida de la dignidad por la falta de trabajo, y el manejo mefistofélico de los burócratas que con tanta crueldad ostentan su poder manejando los hilos de esas vidas tan precarias que penden de ese hilo siempre a punto de cortarse…

Por Gabriela Mársico
@GabrielaMarsico