Planta permanente

Crítica de Fernando G. Varea - Espacio Cine

Perdedores (casi) permanentes. Hay expresiones que señalan diferencias sociales o problemas laborales con sólo enunciarlas: bien parecen saberlo los jóvenes realizadores tucumanos Ezequiel Radusky y Agustín Toscano al elegir como títulos para sus películas Los dueños (2013), El motoarrebatador (2018, guión y dirección de Toscano, que por algo no fue llamada El motochorro), y ahora Planta permanente, primer largometraje a solas de Radusky, que recurre a un término que puede ser la gloria para quienes buscan ganarse la vida como empleados de una repartición oficial. El nombre es más que adecuado, además, porque se corresponde con la escasez de adornos formales o melodramáticos que caracteriza al film.
Los principales personajes de Planta permanente son mujeres: Lila (empleada de limpieza algo crédula y buenaza), su compañera de trabajo Marcela (un poco más joven y desconfiada) y la nueva directora de la dependencia de Obras Públicas cuyos pasillos y oficinas son para las dos primeras como un segundo hogar. Aunque no son las únicas, es en torno a ellas que la película va desplegando sus conflictos, con el sostén de las actrices que les dan vida: respectivamente Liliana Juárez, Rosario Bléfari (en su último trabajo para el cine) y la uruguaya Verónica Perrota (si bien Juárez fue, con justicia, premiada como Mejor Actriz en la última edición del Festival de Cine de Mar del Plata, la distinción bien podrían haberla compartido las tres).
La película, escrita por Radusky y Diego Lerman, es, por un lado, un verosímil retrato de rutinas, vínculos, temores y modestas ambiciones de un grupo humano que comparte horas de trabajo en un ámbito gris –en medio de enormes aparatos de aire acondicionado, extinguidores, viejos armarios, carpetas y biblioratos–, y por otro, una suerte de fábula sobre quienes anhelan una salida a ese laberinto de hábitos repetidos, enfrentándose a un destino de perdedores quizás inexorable. En tanto, en los intersticios aparecen alusiones a prácticas usuales en organismos estatales: desde el uso y abuso de espacios públicos con fines más o menos inofensivos, hasta sospechas en torno a las designaciones del personal. “Los contratados son carne de cañón, más si vienen de una gestión anterior” se escucha decir por ahí, y también “Siempre echan más gente de la que entra, es para guardarse contratos para después”. Entre los perspicaces apuntes que cruzan el relato está todo lo que desprende la figura de la nueva directora, dudosamente confiable y enfrascada en sus propios intereses (cuando al principio se escucha sólo su voz en off, parece que hablara la ex gobernadora María Eugenia Vidal, aunque otros matices contribuyen igualmente a la semejanza, un poco como ocurría con Mauricio Macri respecto a El candidato, la película de Daniel Hendler).
Como director, Radusky no sacude innecesariamente la cámara ni se prende a los rostros de sus actrices y actores con criterio televisivo: prefiere en general planos generales y fijos, en los que todo lo que rodea a los personajes importa para comprender situaciones y completar lo que no se cuenta en voz alta sobre sus vidas, con su carga de resignación y expectativas. Sabe cómo introducir imágenes de mensajes de whatsapp en un teléfono celular únicamente cuando el recurso resulta adecuado, o exponer sencillos encuentros en un bar al paso o un asado en una casa de barrio sin alzarlos como estereotipos costumbristas. A diferencia de lo que suele prodigar el cine de Juan José Campanella, Marcos Carnevale y otros, no hay gritos ni personajes caricaturizados, y la música (de Maximiliano Silveira) asoma, sobria, en contadas ocasiones.
Es cierto que en el último tramo algunos hechos se precipitan, pero, por encima de sus posibles imperfecciones, el film de Radusky –honesto y contenido– ofrece sobrado material para la discusión posterior, evidentemente procurando algo más que conmover al espectador, como lo demuestra el elocuente plano final.