Planeta 51

Crítica de Ezequiel Villarino - Cinemarama

Pensá en verde. La posibilidad instantánea de asociar el color verde de algunas criaturas del cine de animación con aquel ogro falto de buenos modales y estrella de Dreamworks (aunque ahora estrellado, gracias a su atroz tercera aparición en la gran pantalla) parecería impulsar una especie de anhelo de éxito que hace que algunos individuos vayan a lo seguro sin esmerarse demasiado: Planet 51, película dirigida por Jorge Blanco y co-dirigida por Javier Abad y Marcos Martínez (todo un triunvirato español donde uno es “un poco más” que los otros gracias a las categorías de la industria), remite tanto al gaseoso y otrora gracioso personaje de fábula que hasta la tipografía del título en el afiche evoca a Shrek y compañía. Claro, es que en esta superproducción coproducida entre España, Estados Unidos e Inglaterra (otro triunvirato más, aunque en este caso multinacional) hay un involucrado que huele a ogro: Joe Stillman, hombre responsable del guión de las dos primeras entregas de Shrek y escritor del guión de este film que se ha convertido en la mayor producción cinematográfica realizada en España hasta el momento (su producción podrá ser “mayor”, pero el resultado es verdaderamente menor).

Más allá del color verdoso de todo este asunto (los personajes del planeta además de verdes parecen horrendos émulos digitales de la Rana René) hay una especie de pensamiento que sigue una clara lógica de mercado: la elaboración del film está sujeta a ese vetusto slogan del “piensa globalmente, actúa localmente” que tiene como objetivo impulsar un producto cuya gesta parte de Llion Animation Studios (un estudio de animación de origen español) pero que puede ser interpretado y leído con suma facilidad en todas partes del globo gracias a la cultura yanqui y a las citas (numerosas) de un cine made in Hollywood. Es que la cultura hegemónica y de consumo masivo que facilita muy a menudo que se piense en éxitos de recaudación con cualquier cosa que le haga sencilla la vida al espectador de cine al momento de identificar intertextos provoca que las referencias y las citas sean muy cercanas en el tiempo (Planet 51 evoca a Shrek, a Wall-E, a Bolt y a Monstruos vs. Aliens) o, de lo contrario, de películas supertaquilleras cuya toxicidad se encarga de propagarse a través de los años dentro de una cultura cinematográfica que hace que ciertos films sean identificables dentro de otros hasta cuando uno se encuentra en la sala medianamente dormido por el tedio (Planet 51 vuelve a Terminator, a Alien, a 2001: Odisea en el espacio, a E.T., a Star Wars, a La guerra de los mundos y hasta a Cantando bajo la lluvia).

Pero Planet 51 no quiere ser un rejunte de citas (aunque no lo logre), ya que aspira a convertirse en algo más que una estructura de momentos supuestamente simpáticos y sin identidad propia: el film de animación se entrega por completo a una recreación de la década del 50 norteamericana, con una cultura del consumo potenciada a partir de una mirada paródica (aunque totalmente despolitizada) sobre un cine de clase B de la industria hollywoodense, los cómics, diversas prácticas culturales de recreación en espacios públicos, la mitología que se refiere al área 51 (sí, de allí su título) y hasta marchas antimilitaristas impulsadas por movimientos pacifistas hippies. En suma: toda una verdadera ensalada cuyos únicos condimentos e ingredientes son sólo de origen norteamericano (absurdo y difícil tal vez para Stillman, aunque tremendamente único, sería imaginar a los personajes de Planet 51 practicando “la tomatina” o escapando por las calles durante un “encierro” al mejor estilo de esas fiestas conmemorativas de San Fermín).

Y si se supone que la inversión propuesta por el film al presentar al humano como el invasor from outer space es una genialidad para convocar audiencia, bueno, habría que pensar de nuevo y admitir que tal cambio se cierne sobre un nivel superficial que tiene como único objetivo enumerar una serie de citas y referencias demasiado agotadas. El capitán Charles Baker, hombre que planta bandera yanqui sobre el suelo del planeta alienígena que parece ya haber sido colonizado culturalmente por los norteamericanos vaya uno a saber cuándo, sirve como ejemplo: el muchacho, colorado y de ojos claros, es un personaje egocéntrico y verborrágico que no tiene otra función más que la de oficiar, durante todo el metraje, como una especie de cinéfilo que ha entrado en éxtasis irrefrenable, mientras que los nativos como Lem, Neera y Grawl encarnan simples y chatos estereotipos que no deparan sorpresa alguna y que actúan como figuras representativas de lo ordinario en pantalla (entiéndase aquí lo ordinario como algo usual, frecuente, habitual).

De esta forma, Planet 51 se erige como otro Frankenstein animado: criatura hilvanada con partes cinematográficas diversas, este monstruo de la animación digital pretende reconocimiento mundial a través de algunas ideas básicas que se reiteran gracias al cine norteamericano (sobre todo de ciencia ficción) y a la cultura que el mismo trae consigo. Metáfora al margen, el personaje de Lem, como también el director y los codirectores, saben que el espacio es demasiado vasto, y que el pensamiento local de un planeta de nada sirve frente a la evidente globalización y a las imposiciones de una cultura hegemónica que ofrece garantizar cierto éxito que trascienda los límites de todo un universo (aunque ese éxito anhelado jamás se concrete, por supuesto).