Pinamar

Crítica de Javier Mattio - La Voz del Interior

Pinamar es el primer filme en solitario de Federico Godfrid, codirector de La Tigra, Chaco. Narra la relación entre dos hermanos que llegan a la localidad costera argentina por un trámite inmobiliario.

La decisión de filmar la costa y dejar el mar en los márgenes marca al cine independiente del nuevo siglo, concentrado en historias pequeñas y naturalistas –limítrofes con el documental– que le esquivan al abismo del fresco global, a los experimentos formales o a la anacrónica fabulación. Ese recorte de época recurrente es el que Federico Godfrid acomete de manera literal en Pinamar, en una historia sobre dos hermanos y una chica situada en la renombrada localidad vacacional que poco tiene de playera o hedonista. El ejercicio de inducción habitual marca así y todo la diferencia por su calidad cinematográfica, que Godfrid logra con desplazamientos y aproximaciones de un calculado y respetuoso virtuosismo.

Más luminosa que la entrañable y triste La Tigra, Chaco (2009), codirigida por Godfrid junto a Juan Sasiaín, Pinamar –que reincide en título geográfico aunque en antípodas imaginarias– coquetea con la comedia romántica como un Robin Hood que le roba gestos al género para repartirlo en arcas inadvertidas. Se podría decir que todo en Pinamar es marea intermitente: es triángulo amoroso sin serlo, el drama familiar (un duelo materno que incluye el arrojo de cenizas) está asordinado y hasta descuidado, el sentido de actualidad se borra en un inocente y arcaico juego de la botella, los hermanos podrían ser amigos: pero esas vaguedades, dignas del océano colindante, permiten que el filme se arme en base a instantes, silencios, miradas, destellos de hiperrealismo poético (con la experiencia de Fernando Lockett en la dirección fotográfica) que hacen de síntesis fuera de temporada del costumbrismo juvenil-audiovisual argentino.

En sintonía con el argumento de La Tigra, Chaco, hay también aquí un regreso y un enamoramiento. Pablo (Juan Grandinetti) y Miguel (Agustín Pardella) llegan a Pinamar en auto, el primero ya dando tempranas muestras de su seriedad ensimismada y el segundo de sus muecas extrovertidas, con el propósito de vender el departamento de la madre fallecida. En el tiempo en suspenso del trámite inmobiliario se reencuentran con la vecina del piso de abajo, la sencilla y simpática Laura (Violeta Palukas), con quien salen en pandilla junto a otros muchachos del lugar. Habrá partidas de bowling, instancias musicales, exploración con linternas y corridas entre pícaras y sentimentales.

El vaivén broma-melancolía de los hermanos es el dueto de tonos que hace avanzar a Pinamar, aunque es la contemplación inescrutable de Pablo la que predomina. No por nada él es el candidato a quedarse con Laura, al principio una joven pasiva que se excede en risas pero que más tarde gana entidad con hallazgos de grandeza minúscula como jugar a sacar fotos con parpadeos, otra muestra de ritual cuidadosamente desfasado. Romántica en su desenlace, Pinamar adivina en el mar un horizonte inédito por descubrir.