Pinamar

Crítica de Diego Batlle - Otros Cines

Ocho años después de su valiosa ópera prima, La Tigra, Chaco (en aquel caso codirigida con Juan Sasiaín), Godfrid regresa con una pequeña, sensible y disfrutable película ambientada -fuera de temporada- en el balneario del título. Un film luminoso y nostálgico sobre el final de una etapa y ese incierto proceso de ingreso a la vida adulta que se estrena en 14 salas tras su paso por los festivales de San Sebastián, Biarritz y Mar del Plata.

El Nuevo Cine Argentino (y podríamos sumar al uruguayo, al chileno y al mexicano) ha tenido desde siempre una obsesón por los balnearios, sobre todo fuera de temporada alta. Sin embargo, más allá de que Federico Godfrid conoce Pinamar porque fue el lugar de sus veraneos infantiles y adolescentes, la ciudad -con ese dejo algo gris y patético que tienen todos los ámbitos costeros- está aquí solo como trasfondo de una historia que apunta más a los sentimientos, a lo emotivo, a las relaciones fraternales y a los encuentros amorosos.

Los protagonistas son Pablo y Miguel (Juan Grandinetti y Agustín Pardella), dos hermanos veinteañeros que llegan en auto a Pinamar para arrojar allí las cenizas de su madre y vender el departamento familiar en una torre del centro. La operación inmobiliaria se demora y ellos empiezan a relacionarse cada vez más con la joven y atractiva Laura (Violeta Palukas).

os muchachos tienen personalidades bastante opuestas entre sí y entre ellos -sobre todo con la aparición de la chica- se percibe una tensión que el dolor por la muerte de la madre y el desprenderse de un bien que fue parte de su historia no hacen más que potenciar. Pero, también, entre los duelos verbales y físicos aparecen las lealtades, los entendimientos y, claro, el amor.

La inevitable nostalgia y la deriva de la propuesta podrían generar algo de déja-vu en un cine argentino que ha regalado muchos conflictos de tono similar (hay alguna conexión con la filmografía de Ezequiel Acuña, por ejemplo), pero Godfrid hace gala de una enorme paciencia, rigor, pudor y elegancia (con el aporte del siempre solvente DF Fernando Lockett) para construir una pequeña historia que va de la tristeza a lo vital y que se disfruta en cada fotograma.