Petite Maman

Crítica de Emiliano Fernández - Metacultura

El espejo en el tiempo

Con apenas 72 minutos, un metraje ya casi extinto en una época en la que casi todas las películas se pasan por mucho de la duración conveniente porque la mayoría de los cineastas homologan una extensión inflada con un desarrollo narrativo fornido o quizás algo valioso para decir, pretensiones que por cierto son contradichas sistemáticamente por los magros resultados en la praxis artística concreta, Petite Maman (2021), la flamante película de la directora y guionista Céline Sciamma, por suerte deja de lado sus ya aburridos latiguillos acerca del lesbianismo, esos que utilizó extensivamente -y hasta el cansancio, a decir verdad- en Water Lilies (Naissance des Pieuvres, 2007) y Retrato de una Mujer en Llamas (Portrait de la Jeune Fille en Feu, 2019), del mismo modo en que abandona aquel triste intento de cine social sintetizado en Girlhood (Bande de Filles, 2014), típica propuesta arty y cuasi exploitation no asumida por parte de una burguesita blanca tratando de entender a ninfas negras marginales/ de bajos recursos de una gran metrópoli, París en este caso. El quinto largometraje de Sciamma, quien asimismo firmó guiones para terceros como Adam Traynor, Cyprien Vial, André Téchiné, Claude Barras, Bettina Oberli y Jacques Audiard, recupera mucho de la sabiduría humanista que había demostrado en ocasión de Tomboy (2011), aquel interesante retrato de una nena transgénero que no se decidía entre su quid femenino, Laure, y el masculino, Mickaël, ahora recuperando el minimalismo enfocado en la infancia y sustituyendo los devaneos sexuales con el duelo por la muerte del ser querido.

La historia es muy sencilla y gira en torno a Nelly (Joséphine Sanz), una mocosa de ocho años que debe enfrentarse a la desaparición terrenal de su abuela en un hogar para ancianos, evento que golpeó fuerte a la niña porque se llevaba muy bien con la veterana pero aún más a su madre (Nina Meurisse), la hija de la fallecida, una fémina de unos 31 años que suele encerrarse en episodios de melancolía que se agravan por el óbito. Nelly, su progenitora y su padre (Stéphane Varupenne), un sujeto bastante simpático que contrasta con la tristeza de su esposa, viajan a la casa de la abuela materna para vaciarla en lo que parece ser la idea de vender de inmediato el inmueble, lo que le trae recuerdos de su infancia a la madre y por ello se marcha de golpe del lugar sin demasiadas explicaciones. Solos la nena y el padre, el hombre se dedica a completar la misión cortoplacista y la chica juega en el bosque lindante a la residencia, donde encuentra a otra niña de ocho años casi idéntica a ella misma que está construyendo una choza precaria con ramas caídas, Marion (Gabrielle Sanz, hermana de Joséphine, ambas maravillosas), quien resulta ser su progenitora en los momentos previos a someterse a una cirugía para no terminar con la cojera de una abuela/ madre aún con vida (Margot Abascal). Las dos juegan a ser actrices, celebran el cumpleaños número nueve de Marion, terminan de construir la choza, reman en un bote inflable hasta una pirámide en un lago y en general comparten instantes durante un puñado de jornadas antes del regreso de la acepción adulta de la madre y la llegada de la hora de la cirugía, faena que resulta exitosa.

Como decíamos previamente, Petite Maman esquiva la vuelta directa a la etapa primigenia de la trilogía de historias de aprendizaje o bildungsroman o coming of age de Sciamma, esa de Water Lilies, Tomboy y Girlhood, porque prefiere retomar la delicadeza de la segunda ya que efectivamente se centraba en los problemas de la infancia y no de la adolescencia más traumática de las otras dos películas, sin embargo los verdaderos “puntos de quiebre” con respecto al pasado artístico en su conjunto de la francesa son primero el inusitado ardid fantástico en materia del periplo en el tiempo protagonizado por Nelly cuando recorre determinado camino de la espesura verde, siempre pasando muy cerca de un árbol caído y arrancado de raíz por una aparente tormenta furiosa que como tantas otras cosas queda en pantalla en el campo retórico de lo no dicho, y segundo un tradicionalismo temático que parece homologarse a una especie de madurez por parte de una Sciamma que por un lado por fin afloja con el discurso progre hiper repetido de nuestra posmodernidad, léase el reduccionismo de colocar todo el tiempo en primer plano los dilemas de género e identidad sexual como si los problemas reales, la explotación y el sistema de clases capitalistas, no existiesen o fuesen en serio secundarios, mega delirio que sólo funciona en la mente de las feminazis que se centran en los fetiches ideológicos de las burguesas privilegiadas y dejan al resto de la población a la deriva como buenas egoístas, y por el otro lado se concentra en el dolor producido tanto por el deceso del ser amado como por el simple hecho de crecer.

En este sentido, Sciamma cuenta con la inteligencia suficiente para deambular con cuidado y paciencia, como un equilibrista del trayecto hacia la adultez que no olvida las lecciones agridulces de la infancia, en la línea divisoria entre la comarca de la muerte de las ilusiones y del idealismo de la juventud, algo en Petite Maman representado por el hecho no del todo comprendido por Marion, debido a su corta edad, de enterarse por boca de Nelly de que su madre fallecerá cuando ella tenga 31 años, y el campo más afable de la supervivencia de los buenos recuerdos de antaño vía el cariño que uno conoce y experimenta por primera vez cuando niño, detalle interpretado por la trama en términos del vínculo sobrenatural -aunque posible en lo que atañe al espíritu o las abstracciones de la cultura y el afecto compartido- entre las dos mocosas, la niña/ hija y la “pequeña mamá” del título, suerte de asunción por parte de Nelly de que Marion, esa gigantona delante de ella que ante sus ojos parece una anciana, alguna vez fue una purreta que jugaba sola en el bosque porque su mundo y su felicidad se resumían en algo tan básico e importante como construir su versión de su hogar futuro. Desde ya que la realizadora explora este espejo en el tiempo como una hermandad implícita femenina entre generaciones distintas aunque llama la atención el rol crucial que le otorga al único varón del relato, el padre, personaje que quiebra el laconismo bressoniano habitual con unas cuantas sonrisas que parecen decir que los machos son unos pícaros poco adeptos a la dependencia emocional femenina aunque sin ellos todo sería muy aburrido…