Petite Maman

Crítica de Aníbal Perotti - Cinemarama

La película comienza con la pequeña Nelly caminando por los pasillos de un geriátrico, despidiendo con un simple adiós a cada residente. En la siguiente escena, sentada en el asiento trasero del auto, pone comida en la boca de su madre que maneja. A través de un montaje minimalista, jugando con las elipses, la película alcanza rápidamente la emoción. Nelly llega a la casa de su abuela que acaba de morir y se queda sola con su padre guardando las pertenencias. Más tarde sale a jugar al bosque lindante y conoce a una niña de su edad muy parecida a ella que enseguida se convierte en su amiga. Su nombre es Marion, como la madre que acaba de irse. Entre juegos, risas, miedos y tristezas, un misterio permanece latente: lo fantástico es perfectamente concebible, legítimo y conmovedor. Petite maman es un cuento realista y encantado de una sencillez admirable que retrata las alegrías de la infancia pero también las primeras preguntas frente a la muerte y el destino.

La película seduce con su libertad formal y narrativa generando situaciones enternecedoras, divertidas y extrañas. Las marcas temporales en la ropa, los objetos o en la forma de hablar se convierten en signos que conectan a las dos jóvenes protagonistas. Las palabras están cargadas de una vibración inestable que permite decir las cosas más terribles con el aplomo de los juegos infantiles. Los pequeños momentos aparentemente anecdóticos forjan una amistad que transciende las épocas: la escapada de las dos chicas a bordo de un barco, la carrera en el bosque o la noche de los panqueques. Los viajes en el tiempo invitan a la introspección hacia un pasado familiar. El juego despreocupado fluye hacia una tristeza profunda. El sentimiento de dolor y soledad desde el punto de vista de una niña es aún más conmovedor. Los ecos sutiles de cuestiones insondables sobre la infancia y la muerte transmiten sentimientos que van más allá del tiempo y la materialidad de los hechos.