Perdida

Crítica de Emiliano Fernández - Metacultura

Cicatrices del tiempo

Y el cine industrial argentino lo hizo de nuevo: teniendo los recursos que les faltan -o se les niegan- a las otras ramas del enclave nacional en un movimiento pendular que acompaña a los caprichos de la logia televisiva y gubernamental de turno, no consigue redondear un producto que esté a la altura de lo que el mercado global contemporáneo del séptimo arte reclama. Aquí reaparecen una vez más problemas de siempre que se resumen en diálogos excesivamente declamativos y en un desnivel pronunciado en cuanto a las actuaciones, una combinación que con los años logró atenuar sus efectos nocivos a fuerza de una progresiva profesionalidad en materia de los rubros técnicos, no obstante estos inconvenientes se resisten a morir y el hecho parece estar vinculado a una cuestión cultural que -por más que el modelo general sea el cine yanqui y europeo- impide un verdadero desarrollo de fondo.

Perdida (2018), una coproducción nada menos que con España, tampoco llega a ser mala como sí lo fue por ejemplo la reciente y espantosa Los Olvidados (2017), otro exponente de género que pretendía salir a pelearle a los norteamericanos en su propio terreno -una meta siempre noble- y que terminaba cayendo aún más bajo en lo que respecta a los resultados. Este opus de Alejandro Montiel es una adaptación de una novela de Florencia Etcheves que retoma un esquema clásico del horror y el policial negro, el de dos personajes centrales que comparten una amistad y luego se separan vía algún acontecimiento traumático que los lleva a estar en veredas opuestas, planteos éticos contrastantes de por medio. La trama sigue al pie de la letra el formato y la supuesta construcción de suspenso pasa del “misterio” principal -ese que descubrimos de inmediato- al sutil acecho del esbirro violento de turno.

Ahora la debacle emocional se produce por la desaparición de una tal Cornelia en un viaje escolar a la Patagonia, lo que marca la vida de todas sus compañeras adolescentes y en especial la de Manuela (Luisana Lopilato), su mejor amiga, quien por supuesto 14 años después se transforma en policía y decide reabrir el caso a raíz de la insistencia de la madre de la joven, que se niega a aceptar que la susodicha esté muerta porque nunca encontraron el cadáver. Ya desde el inicio, cuando vemos que una inescrutable mujer -la cual luego descubriremos que responde al nombre de Nadia (Amaia Salamanca)- se presenta en una misa en honor a Cornelia, comprendemos que el enigma duró lo que un soplido y que nos tenemos que conformar con las andanzas del sicario/ socio de la señorita, quien pretende evitar a toda costa que Manuela dé con la verdadera identidad de Nadia y su trágico pasado.

Sinceramente la experiencia podría haber sido mucho peor porque a la poca presencia escénica de Lopilato como agente de policía se suma el hecho de que varios de sus colegas son directamente de madera, ante lo cual la mínima eficacia de la actriz protagónica logra que el barco no se hunda (de todas formas, el mejor desempeño es el de la española Salamanca, una profesional que se mueve en un rango que nadie del elenco argentino alcanza jamás). El apenas correcto guión de Jorge Maestro, Mili Roque Pitt y el director nos va contando el devenir de Nadia vía flashbacks que corren en paralelo a la pesquisa de Manuela, tratando con solvencia -y desde el realismo más crudo- la temática de la trata de blancas. Lamentablemente las buenas intenciones no nos salvan de un desenlace muy flojo que deja muchos cabos sueltos, resulta tan estandarizado como el resto del relato y en suma no está a la altura de las cicatrices del tiempo que arrastran las mujeres, frente a las cuales la película recurre a soluciones narrativas un tanto erráticas que carecen de imaginación…