Pequeña flor

Crítica de Horacio Bernades - Página 12

"Pequeña flor", de Santiago Mitre: pánicos y deseos.

La clave de que la cuarta película del director de "El estudiante" funcione tan bien es la sensación de realidad, superpoblada de acontecimientos que no suelen ser reales.

“La historia que cuento es la de mi asesino”, dice la voz en off al comienzo de Pequeña flor, la nueva película de Santiago Mitre (El estudiante, La patota, La cordillera), siempre con guion propio y de Mariano Llinás. “La de mi asesino múltiple”, podría haber especificado Jean-Claude, que de él se trata. Jean-Claude es francés pero vivió unos años en Argentina, por lo cual en cuanto José le cuenta que es rosarino él pregunta, en el más perfecto porteño, “¿Ñuls o Central?” José es su vecino de al lado, que vino a pedirle una pala y terminará haciendo un uso poco ortodoxo de ella, justificadamente harto de los aires de superioridad del tipo que repite “Pero che, boludo…”. Es la primera vez que José asesinará a Jean-Claude, no será la última. Si no fuera porque todo es igual que en la realidad, se diría que Pequeña flor es la larga fantasía, el sueño despierto del protagonista, que sublima así la crasa realidad de haber perdido su trabajo y tener que quedarse en casa, al cuidado de la bebé que Lucie, su esposa francesa, acaba de dar a luz. El título en inglés de Pequeña flor, basada en la novela homónima de Iosi Havilio, es 15 maneras de matar a tu vecino.

La clave de que la cuarta película de Mitre funcione tan bien es la sensación de realidad, superpoblada de acontecimientos que no suelen ser reales. Por supuesto que también es clave que esté enteramente narrada desde el punto de vista de José. Pero eso es inevitable para que todo el andamiaje de Pequeña flor no se caiga estrepitosamente. Si el corte entre realidad y fantasía fuera tan evidente como el que José (Daniel Hendler, el actor perfecto para este papel) practica sobre su némesis (un exuberante Melvin Poupaud) con una sierra eléctrica, si los acontecimientos no se vivieran como reales, sería imposible experimentar la sensación de disparate, de desmesura, de locura, que tiene lugar a partir del momento en que José asesina por primera vez a su insoportable vecino. Si Pequeña flor estuviera planteada como una fantasía lisa y llana seria aburridamente igual a sí misma, no se vería quebrada por disrupciones que mueven al desconcierto, la incomodidad y la carcajada, como el momento en que José taladra el cráneo de su vecino. Como un proyeccionista, José proyecta para sí mismo pánicos y deseos.

Como diría Llinás, la historia (y esta es una película que cree en contar historias, en desarrollar una trama) es así. José, dibujante, creó un personaje que se hizo enormemente popular, un huevo “infame” llamado Cucú. Para ganarse la vida trabaja como diagramador. Lo echan del trabajo, poco después de que Lucie (la francesa Vimala Pons, en la actuación más extraordinaria que haya dado el cine en lo que va de la década) diera a luz a Antonia o Antoniette. El mismo día Lucie consigue empleo como periodista, por lo cual deberá ser José quien se quede en casa para darle la papilla a la bebé. Allí viene lo de Jean-Claude y la pala. En uno de tantos ataques al cliché que la película emprende, Jean-Claude, cuyo trabajo consiste en “ayudar a los empresarios a bajar la calidad, evadir, despedir”, presenta el aspecto de un gigoló (gomina, bigote anchoíta, pantalones color crema) y es un verdadero enfermo del hot jazz que escucha una y otra vez, hasta el hartazgo, el tema que da título a película y novela. Cuando Jean-Claude desaparezca de escena hará su entrada una segunda figura de autoridad, la del psicólogo-chamán Bruno Rodríguez (Sergi López, sensacional), que incita a Lucie a masturbarse en medio de la sesión de terapia grupal.

Al compás de su protagonista, cuyo único y largo grito desesperado es la desesperante fantasía que produce para sí mismo, Pequeña flor es reprimida y angustiada, ahogada y salvaje, contenida y desatada, ridícula y distorsionada. En términos narrativos es de una valentía, un desborde, un gusto por el caos controlado que el timorato cine contemporáneo parece haber abandonado para siempre. Todo está en estado de gracia aquí. Sobre todo unos personajes, unos actores, que dan de sí lo máximo y un poco más. Esa es la medida de Pequeña flor: todo el tiempo un poco más. Mucho más.