Pequeña flor

Crítica de Fernando G. Varea - Espacio Cine

Híbrida flor. Es curioso cómo Mariano Llinás se ha mostrado sagaz y lúdico cuando dirigió sus propios guiones (al menos los de Historias extraordinarias y La flor), mientras que cuando participa como guionista en películas de Santiago Mitre prima la sensación de prometerle al espectador algo que finalmente no se cumple del todo, de barajar elementos provocadores sin saber mucho qué hacer con ellos, de plantear diálogos y situaciones que no conducen a ningún debate fértil. Ocurría en la remake de La patota (2015), en La cordillera (2017) y se repite ahora en Pequeña flor (habrá que ver qué sucede con Argentina, 1985). Lo novedoso aquí es que Mitre se diferencia de sus anteriores películas –dramas sobre problemáticas sociales que parecían alentar la discusión, incluyendo la sobrevalorada El estudiante (2011)–, proponiendo (tomando como punto de partida una novela de Iosi Havilioun) un relato de humor negro con ribetes fantásticos, pero el resultado sabe a poco. Una vez más, vale preguntarse qué quisieron contar Mitre y Llinás: si su propósito fue acercarse a la comedia o al terror, cuesta encontrar buenos gags y sobresaltos ante alguna forma de horror, y si se apostó al disparate, vienen a la memoria películas superiores como De repente, el paraíso (2019, Elia Suleiman).
La acción transcurre en una pequeña ciudad francesa y los principales personajes son un dibujante (Daniel Hendler, logrando una vez más empatizar con los espectadores con recursos propios), su hiperquinética mujer (Vimala Pons, a quien tal vez algunos recuerden como la pareja del ex marido de Isabelle Huppert en Elle, de Verhoeven), la beba de ambos, un sinuoso vecino amante de los buenos vinos y la música (Melvil Poupaud, aquel jovencito de Cuento de verano, de Eric Rohmer), y un estrafalario gurú (el español Sergi López, visto en Rifkin’s festival, Lázzaro felice, El laberinto del fauno y muchas otras). Los enredos se suceden cuando el primero pierde el trabajo, su esposa consigue rápidamente uno que no le gusta, el vecino aparentemente muere por un accidente y el chamán involucra a la pareja central en los absurdos ejercicios de su terapia. Ahora bien: ¿los incidentes provocados por las necesidades o exigencias de un bebé, o la idea narrativa de un hecho repitiéndose como en loop, no se han visto en cine antes y mejor? Que el (supuestamente) asesinado sea quien cuente la historia en off, o que el principal personaje femenino confiese que necesita masturbarse con frecuencia ¿bastan para provocar la risa? No resulta muy comprensible que el ilustrador empiece de pronto a garabatear dibujos ligeramente obscenos o que una amable vecina aparezca a ofrecerse para cuidar a la niña y prepararles comidas. Se podrá decir que Pequeña flor es sobre los pensamientos, deseos y temores que asaltan a un hombre inseguro por distintas circunstancias, pero aun así el conjunto luce disperso, como si por momentos todos se sintieran impulsados a divertir sacudiéndole la solemnidad a eventos delicados, como un parto o un asesinato.
Cuando Pequeña flor da un poco de respiro en medio de las gesticulaciones, evidencia esmero formal –en la composición de algunos planos y el buen uso de los exteriores, o por ejemplo en la irrupción en la casa de la vecina cubierta de plantas–, tendiendo a lo que podría verse como un cuento quizás mágico, sin dudas macabro.
Finalmente, algunas de sus características recuerdan a Competencia Oficial (Cohn/Duprat), estrenada este año: varios actores extranjeros, vistosas locaciones en las que no aparece nada representativo de nuestro país, chistes sin brillo. En el film de Mitre lo argentino apenas asoma (Hendler es rosarino y le hablan de las islas del Paraná, pero casi no habrá en el transcurso del film otra referencia a nuestra gente o nuestra historia), las palabras en francés lo dominan hasta ocupar incluso el título en algunos afiches, y la petite fleur no es el ceibo ni el irupé litoraleño sino un tema compuesto por el músico estadounidense de jazz Sidney Bechet (además de un posible guiño a la flor nada pequeña de Llinás, la película antes mencionada). ¿Será así el cine argentino de calidad que empezaremos a ver de ahora en más? El problema, desde ya, no son las coproducciones con actores de otros países, sino que, a diferencia de las que hizo Torre Nilsson en los ’60, o de algunas dirigidas décadas después por María Luisa Bemberg, Fernando Pino Solanas o Edgardo Cozarinsky, en éstas lo regional o latinoamericano –con sus matices, sus problemas, su bagaje cultural– se diluye a favor de una lustrosa e insustancial hibridez.