Paterson

Crítica de Marina Yuszczuk - Las 12 - Página 12

¿Cómo sería el mundo de William Carlos Williams si se convirtiera en una película? Probablemente Paterson (2016), la nueva película de Jim Jarmusch, sea una respuesta a esa pregunta y al mismo tiempo un homenaje al poeta que a principios del siglo XX eligió trabajar con el mundo tal como era, con la ciudad moderna y el lenguaje hablado de todos los días, como material para su poesía. Williams era médico y ejerció en Nueva Jersey; Paterson, el protagonista de Jarmusch, es colectivero y desenvuelve su vida y su trabajo en la misma ciudad (también es Adam Driver, uno de los pocos actores jóvenes que pueden decir la literatura como si fuera su lengua materna y no algo completamente ajeno). Menos atractiva que la vecina Nueva York, menos glamorosa, con un aire viejo y olvidado como algunas partes del conurbano bonaerense donde las fachadas de comercios con carteles baratos se imponen sobre la pátina histórica de los edificios antiguos, la Nueva Jersey de la película de Jarmusch es un territorio que pertenece enteramente a la literatura, un anacronismo de belleza sutil habitado por personajes que parecen salidos directamente de la poesía de Williams, en la que predomina la bondad.

Ahí, Paterson (Driver) comparte una casita modesta y feliz, de puerta rosada y buzón que no para de caerse como en un dibujo animado de la Pantera Rosa, con su novia Laura (Golshifteh Farahani). El parece la mismísima encarnación de la idea de trabajo no alienado: todos los días se despierta contento para ir al trabajo, iluminado por el primer sol de la mañana que los hace a él y a su novia doblemente bellos, tocados por alguna especie de divinidad natural. Después del desayuno, Paterson camina como un obrero de la década del 50 a su trabajo y empieza una jornada que es siempre el mismo tema con variaciones, igual y distinta, más rítmica (como la poesía) que monótona (como la vida) y cargada de pequeños detalles de los que nacen, literalmente, poemas. Es que el colectivero lleva su libreta a todas partes, y escribe versos que aparecen sobre la pantalla como si la película misma fuera un cuaderno con las hojas en blanco. Paterson, por la coincidencia feliz de su nombre y el del barrio de la ciudad adonde se dirige la línea de colectivos, maneja un vehículo que lleva su nombre escrito en el frente: entre la persona y el trabajo, no hay separación tajante ni conflicto, sino armonía y unidad. En esa especie de utopía cotidiana que comparte con su novia, a ella le toca quedarse en casa y decorarlo todo –hasta la cáscara de la mandarina que lleva su novio en la lonchera– como la discípula más fiel de Utilísima pero con un placer y una creatividad inagotables.

Paterson, la película, es una imagen de la vida cotidiana como podría ser si no fuera en realidad mediocre y agotadora, y en ese sentido se parece a la poesía. Hay un personaje, el único que parece venir de nuestro mundo real, que cada mañana le cuenta a Paterson, el colectivero satisfecho, sus múltiples padecimientos: tiene problemas de guita, la familia lo fastidia, vive malhumorado y parece encontrar en la queja el único lenguaje posible. Paterson lo mira como si fuera un extraterrestre: en el mundo de la poesía, sin dolor, sin días de mierda, no hay problemas que no sean amortiguados por el colchón de la belleza ni aburrimiento que no sea productivo. Es como si Jarmusch hubiera tomado la poesía de William Carlos Williams con una literalidad furiosa y la pensara, más que como destellos ocasionales en un medio caracterizado por la dificultad, como una modalidad de la existencia. El resultado es una película que se disfruta de principio a fin, con la misma cualidad de agua limpia y refrescante que tiene la poesía de Williams –casi la contracara diurna de Only lovers left alive (2013) y su pareja de vampiros–, y un acercamiento a la literatura mucho más interesante y consistente que las irritantes menciones de fanboy con que Jarmusch hacía participar a sus escritores preferidos en otras de sus películas.