Pasajeros

Crítica de Emiliano Fernández - CineFreaks

La metáfora de la isla desierta

Un colapso tecnológico progresivo y el amor que nace de las mentiras son los dos pivotes principales de Pasajeros (2016), un film muy interesante que transgrede las reglas actuales del mainstream para ofrecernos un relato rosa de pulso y ribetes cósmicos…

Poder calificar a una película de ciencia ficción de adorable, discreta y hermosa es de por sí un hecho insólito dentro de lo que ha sido la producción hollywoodense de los últimos años, especialmente considerando la uniformidad de las propuestas del rubro y su fetiche insoportable para con el heroísmo berreta, la pose irónica de manual y esa típica catarata de secuencias de acción a puro bombo y CGI. El nuevo opus de Morten Tyldum, responsable de las extraordinarias Cacería Implacable (Hodejegerne, 2011) y El Código Enigma (The Imitation Game, 2014), es un melodrama espacial que analiza en primera instancia la falibilidad tecnológica ante los imprevistos y en segundo término el egoísmo que suele aflorar en situaciones de aislamiento o extrema soledad, esas que se homologan con la capacidad de adaptación del ser humano, sus paradojas y la urgencia por amar en sociedad.

Las referencias que trae a colación el guión de Jon Spaihts abarcan un espectro bastante amplio que incluye determinados elementos de Robinson Crusoe, la novela de Daniel Defoe, En la Luna (Moon, 2009), el excelente debut de Duncan Jones, The Long Morrow, un capítulo de la quinta temporada de La Dimensión Desconocida (The Twilight Zone), y hasta Naves Misteriosas (Silent Running, 1972), aquella obra maestra de Douglas Trumbull. Lo refrescante del film se condensa de lleno en su sustrato romántico, uno que se aleja del maniqueísmo de las comedias mainstream y al mismo tiempo evita la pomposidad gratuita a la que nos tienen acostumbrados la vanagloria y el belicismo del cine fantástico norteamericano: hablamos de una “soap opera” sincera y humilde pero con un presupuesto millonario destinado a adornar su contexto para embellecerlo vía la dialéctica del universo.

Toda la historia se sitúa en la nave espacial Avalon, eje de un emprendimiento capitalista que pretende colonizar mundos lejanos y transportar a miles de personas cansadas de un Planeta Tierra sobrepoblado. Como consecuencia del impacto de un asteroide, el sistema de mando autónomo comienza a funcionar mal y despierta de su hibernación -90 años antes de la llegada- a Jim Preston (Chris Pratt), un ingeniero mecánico que pronto pasará del desconcierto por ser el único pasajero consciente a la angustia de no poder regresar a su estado de “animación suspendida”, circunstancia que eventualmente lo conducirá a la aceptación de que nunca disfrutará de la utopía de turno, un planeta apacible llamado Homestead II. Aun así, Preston de a poco se enamora de Aurora Lane (Jennifer Lawrence), otra peregrina en el infinito a la que el susodicho un buen día decide despertar de su sueño.

Más allá de que el desempeño del realizador a nivel visual es francamente inobjetable, ya que exprime con elegancia y minimalismo el diseño de producción de Guy Hendrix Dyas y la fotografía de Rodrigo Prieto, dos profesionales maravillosos, aquí sorprende la lucidez dramática de Pasajeros (Passengers, 2016) en lo que atañe al desarrollo de una dupla protagónica ubicada en la frontera entre una simpleza afable símil cliché (él hace las veces de un “lumpen del cosmos” y ella de una representante de la burguesía intelectual, con vocación de escritora incluida) y la complejidad de lo que podríamos definir como las contradicciones actitudinales humanas (el sentimiento de culpa de Preston choca con su voluntad de pretender ocultar el haberle impuesto su capricho a Lane, quien asimismo comenzará a tomarle cariño mientras los problemas técnicos de la nave se multiplican).

Sin lugar a dudas, Lawrence supera con creces a Pratt en términos actorales y la diferencia se nota en algunas escenas, a lo que se suma un desenlace un tanto convencional que sin embargo no opaca la idiosincrasia humanista de una trama cuya brújula moral está un poco atrofiada y por momentos bordea el interesante terreno de la crueldad y la perversión. La obra es un retrato freak de los sacrificios del corazón, más cerca de la ciclotimia de los relatos rosas que del Hollywood conformista y sus duplicados parasitarios alrededor del globo, esos diletantes por antonomasia del sentir apático. La sencillez de la película de Tyldum se sostiene gracias a la ternura de los cuentos que celebran el amor maldito y unas mentiras tan antiguas como los propios hombres, aquí replanteadas desde una óptica hoy por hoy nada habitual centrada en los vaivenes estelares y la metáfora de la isla desierta…