Pasaje de vida

Crítica de Nicolás Prividera - Con los ojos abiertos

Tal vez no sea casual que el mejor momento de Pasaje de vida esté al inicio, ya que la película se asume ampulosamente como ejercicio de nostalgia, pero ese juego de contar hasta diez y recordar con precisión lo visto es mostrado en principio como enigma más que como certeza: cuando reaparezca sobre el final solo será para reclamar el discurso paterno sin ponerlo en cuestión. Y es que si bien Pasaje de vida parece animada por la intención de meterse de lleno con un tema elidido por el cine argentino (la militancia armada de los primeros años setenta), no logra ser más que la reproducción acrítica de ciertos relatos ya vistos y oídos. Como si, llegado por fin el momento de hablar de ciertas cosas, se contentara con repetir lugares comunes.

“Hoy la política no es mala palabra. Encima acá hay mucho cine de género, lo cual la vuelve muy entretenida”, dice su director en una entrevista[1], resumiendo en una frase el equívoco que su película ilustra: desde ya, la política es una buena palabra y el género bienvenido, pero cuando se reduce todo a un efecto se vacía de contenido en aras del puro relato. Porque aun cuando, como nos asegura esa misma nota, Pasaje de vida “tiene el ritmo de los mejores thrillers norteamericanos” (“en su interior, todo el tiempo está pasando algo: hay amor, hay peleas, hay algo que resolver, hay persecuciones”), la misma descripción podría rematar con la conclusión de un crítico menos efusivo, que la coloca “más cerca de un culebrón televisivo que de un film austero y comprometido”[2]. Como resume Diego Brodersen, se trata de “una estructura narrativa que privilegia los mecanismos del suspenso y las emociones primarias sobre cualquier otra disquisición. (…) Avanzando previsiblemente con cada cambio de plano y golpe de timón de la trama, Pasaje… de alguna manera, se asemeja a su afiche: de diseño sencillo y efectividad relativa, un poco chillón, convencional en sus formas y apenas un poco menos en sus contenidos.”[3]

El resultado final está lejos de El secreto de sus ojos, película con la que Pasaje de vida parece medirse desde su concepción: ahí están Carla Quevedo (otra vez como chica idealizada), Javier Godino (otra vez vouyeur de vidas ajenas), el hijo de Darín emulando a su padre (con la edad que tenía este cuando filmaba La playa del amor), e incluso un intenso plano secuencia en una escena central (amañado con menos garra y sentido). Pues todas esas esquirlas solo alcanzan para ver la distancia con la discutida película de Campanella, o la improbable Roma de Aristaraín, aun siendo películas contradictorias que tampoco saben qué hacer con el pasado. Mucho más al compararla con una película que es de algún modo su contracara: La vida por Perón, una película que a diez años de su estreno resulta cada vez más notable y no casualmente olvidada, quizá porque Bellotti evitaba la elegía tanto como la farsa y se hacía cargo de la tragedia.

“Si esta película se estrenaba en los años noventa, no la veía nadie” dice Corsini, pero no porque entonces no fuera un fatigado best-seller La voluntad, o un módico suceso Cazadores de utopías. Lo que cambió es el tono, más que el contenido. Por eso Pasaje de vida puede poner en escena uno de los cantitos más escalofriantes de la JP (“con los huesos de Aramburu / vamo’ a hacer una escalera / pa’ que baje desde el cielo / nuestra Evita montonera”) sin ninguna distancia, como sí la tenía la primera vez que se escuchó en el cine –justamente allá por los noventa–, en Montoneros, una historia: la protagonista de Di Tella evocaba su militancia con aspereza, haciendo el duelo no solo por su compañero desaparecido, sino por su propia subjetividad escindida.

En Pasaje de vida, en cambio, la reproducción del pasado no advierte ni siquiera sus propias incongruencias, como esa escena en la que la mujer practica tiro con una coqueta boina. Esa dirección de arte lustrosa (donde todos parecen salidos de un comercial de los ’70) enuncia lo que la película no se atreve a hacer: si esa imagen acartonada fuera parte del recuerdo inventado del protagonista, podríamos asumir sus rasgos planos como una ironía. Pero Corsini no busca esa distancia: “La película tiene una belleza montonera” dice, y está claro que el término problemático ahí es “belleza” (como esos desnudos gratuitos de la hermosa Carla Quevedo). Al igual que el hijo más interesado en recuperar a su viejo amor que la memoria pedida de su padre, a Corsini solo le interesa ese especular amor juvenil (tema de su opera prima, Solos en la ciudad). O mejor dicho, el melodrama, como un género más a explotar. De ahí que las pocas frases precisas que refieren a la discusión política de aquellos años (“lo que perdimos con la política, no lo vamos a ganar con las armas”) se pierdan entre personajes estereotipados y situaciones imposibles (un operativo absurdo, un delator de manual).

Quizá por eso Corsini “insiste en que esta no es otra película sobre la dictadura”, y la relaciona más con la mirada infantil que permeaba Infancia clandestina o Kamchatka, pero también con Los rubios. Y es que así como se adivina la sombra de El secreto de sus ojos en la puesta en escena, el director asume que “la idea de la película surgió por una discusión que tuve con Albertina Carri durante un Bafici, en 2003”. No sabemos cuáles fueron los términos o ámbito de esa “discusión” (suponemos que un intercambio de preguntas y respuestas luego de la proyección), pero queda claro porque Corsini “sentía que ella tenía un vínculo conflictivo con sus padres y no lo entendía”. A la mirada prescindente de Los rubios, se le opone una que evade todo conflicto: “El mío era distinto, mucho más idealizado”, evidentemente sostenido –al contrario que el de Carri– por la falta absoluta de relatos: “Es un tema del que habíamos hablado poco” admite Corsini, explicando el inverosímil descubrimiento de su alter ego, el hijo español olvidado de la tierra de sus padres.

Sin embargo, pudo llenar las lagunas más rápido: “El padre de Albertina Carri fue quien les advirtió a los padres de Corsini que, si dejaban Montoneros, iban a recibir un juicio revolucionario. Es decir, los iban a matar a balazos.” No sabemos cómo identificaron los padres a alguien que, como ellos mismos, usaba un nombre falso. Menos curioso es que el propio director aparece encarnando a ese superior que les ofrece la pastilla de cianuro, en un juego de rol que la película desanda (haciendo leves hasta las muertes que acumula, con la misma lógica que la conducción que critica). “Dedicada a Gloria y Simón” (nombres de guerra de sus padres), nos enteramos por las entrevistas que ambos están vivos: ¿Si no fuera así, podría Corsini haber hecho una película como esta, en la que el personaje que habla por todos concluye: “fueron los mejores años de nuestra vida y no nos arrepentimos de nada”?

Sería fácil atribuir esa ligereza al contexto histórico: “En ese sentido, mis papás le agradecen mucho al kirchnerismo: ahora empezaron a decir quiénes son”, expresa Corsini, como si él mismo tuviera que agradecer a los vientos de la historia esa revelación tardía y autoindulgente. “Mis viejos –que ahora están separados– se abrazaron, se miraron a los ojos y se dijeron: ¡Esta es nuestra historia!”. Eso es todo: un homenaje que, como agrega el autor de la nota sin reconocer la carencia, “tiene más de reparación histórica que de ambición cinéfila”. Reparación sin duelo, historia sin reflexión, cinefilia pasteurizada. La única marca discordante es ese juego extraño que se menciona al inicio, como marca de un padre perdido en su laberinto (un notable Miguel Ángel Solá). Pasaje de vida no sabe (no quiere ni puede) animarse a internarse en esas oscuridades, y las cubre con el piadoso manto de la ficción. El resultado da la medida de su módica ambición.

[1] Todas las citas del director corresponden a: Hernán Panessi, “El tiempo y la sangre”, Haciendo cine, mayo 2015.

[2] http://visiondelcine.com/estrenos-de-la-semana/estreno-pasaje-de-vida-de-diego-corsini/

[3] Diego Brodersen, “Mirada que privilegia el suspenso”, Página12, 28 de mayo de 2015.