Paranoia

Crítica de Lucas Rodriguez - Cinescondite

Robert Luketic no tiene suerte. Su primera película, allá lejos y hace tiempo, fue la comedia que todos ya conocemos Legally Blonde y resultó en un inesperado éxito, al que le siguió el regreso de Jane Fonda a la pantalla grande luego de un hiato de quince años en Monster-in-Law, otro éxito de público en Estados Unidos. Una tercera sorpresa vino de parte de 21 con un cierto viraje hacia un tono más sombrío y personal, que exploraba tópicos como la ambición, la codicia y el reconocimiento, temas compartidos con el estreno de esta semana, Paranoia. ¿Qué sucedió entremedio, con una carrera tan promisoria? Malas elecciones.

Sus siguientes proyectos, The Ugly Truth y Killers encontraron indiferencia en el público y las hicieron un objetivo fácil para la crítica americana, que las destrozó sin piedad. ¿Habrá sido la maldición de haber sido protagonizadas por Katherine Heigl? Nunca lo sabremos, pero tres años después de esa fallida comedia de acción con la actriz de televisión llega un nuevo intento de parte de Luketic de recuperar a esa audiencia que lo acompañó en sus inicios, con un protagonista joven y de buen ver para atraer al público juvenil, y una trama alejada de la comedia, y metida más en el territorio del thriller. Desafortunadamente, el australiano olvidó que para volver a lo grande hacen falta más que dos luminarias clase A de Hollywood y su regreso se convierte rápidamente en un aburrido y extenso catálogo de situaciones revisitadas previamente en la historia del cine.

De buenas a primeras, el trabajo de Luketic nunca fue para tirar manteca al techo o lanzarle flores por su construcción novedosa y dimensional de personajes, sino que su veta fue siempre lo comercial de fácil absorción y, aunque quiera jugar a ser más, evidentemente no puede lograrlo a menos que se replantee bastante sus metas. Es inentendible entonces el ensañamiento que se le tuvo al film en su país de origen, sabiendo desde el comienzo qué tipo de blanco comercial significa Paranoia, si ya desde el póster uno puede ver sus pretensiones: grandes estrellas arriba, para llamar la atención del público adulto, y promesas abajo, para que las fanáticas de Liam Hemsworth corran a las salas a ver a su ídolo adolescente favorito. La mayoría de las situaciones construidas desde el guión por Jason Dean Hall y Barry L. Levy parecen salidas del libro "Espionaje Cibernético para Tontos", ya que por poco y no insultan la inteligencia del espectador con los motivos de los personajes, el uso de tecnología avanzada para robar secretos corporativos y las traiciones solapadas, de esas tan bien cubiertas que más de un segundo de cámara delatan sin mucha exigencia.

En menos de veinte minutos de duración y casi en tres escenas sucesivas, se lo puede ver a Hemsworth saliendo de la cama de su conquista de la noche anterior, para luego darse un chapuzón en una piscina y posteriormente una ducha, todo en estado semidesnudo, claro. Si alguien se pregunta si el director lo convocó por sus talentos actorales, que se repregunte porqué se sentó a ver esta película. Lo de Amber Heard es el mismo caso, una bomba sensual que tiene un poco de talento pero se encasilla fácilmente en el secundario del interés romántico del protagonista. Con una química inexistente, la coyuntura del film radica en ver a Gary Oldman y su perfecto acento británico ser el alguna vez amigo ahora vuelvo enemigo mortal de la figura casi stevejobsiana de Harrison Ford, quienes comparten poco tiempo juntos en pantalla pero el que tienen lo aprovechan para una pelea de gatas verbal que vale el precio de la entrada. De aquel majestuoso encuentro de potencias en Air Force One en 1997, apenas chispas quedan. Quien se lleva la peor parte es Richard Dreyfuss, quien interpreta al padre del protagonista y su carisma queda totalmente desperdiciado al no tener relevancia en la trama.

Paranoia es una de esas películas de suspenso bien ligeras, donde la recompensa del espectador es ser más inteligente que los guionistas y adivinar lo que sucederá a continuación con facilidad. Es un ejercicio para la mente, funciona, pero se siente como uno de esos platos en un restaurante caro: de buena presentación, con un acabado impecable, pero que a la hora de valor proteínico, deja el estómago vacío y con ganas de más.