Pájaros de verano

Crítica de Guillermo Colantonio - Fancinema

VIAJE A LA SEMILLA

Pájaros de verano es una película importante que añade a la construcción paisajística un relato inscripto en los códigos genéricos de los gángsters. La curiosidad radica en involucrar a las culturas ancestrales como parte del germen del negocio del narcotráfico, caballito de batalla para explotar históricamente un asunto tan caro a Colombia.

Es decir, hay un modo de relato reconocible para los espectadores cuyas señales se identifican inmediatamente: ascenso y caída, clanes, negocios, muerte. Aquí, desde el inicio, una mujer aclara que la muerte va y viene. Sin embargo, su presencia se manifiesta de diversas formas para las culturas que entran en juego. En un caso, es la continuación de la vida más allá de este mundo; en otro, el resultado trágico debido al afán por el dinero. La importancia de la película se sostiene en la solemnidad de la cita. Los fantasmas de Shakespeare y de Dante articulan una orientación de lectura que invita a asociar la trama (la ambición humana) y la estructura (dividida en cantos) con libros de prestigio. El resultado es estimulante por momentos y reiterativo por otros, con una primera mitad fluida que comienza a apagarse a medida que el subrayado sobre un espacio decorativo sobrepasa las posibilidades narrativas.

El punto de partida lo constituyen hechos que ocurrieron en La Guajira, locación al extremo norte de Colombia, entre 1960 y 1980. Corroborar si eso sucedió efectivamente o no, poco importa. Pero no deja de ser curioso el sustrato elegido como base narrativa. Principalmente porque los realizadores eligen cruzar dos modos de pensamientos a partir de la unión entre dos jóvenes, excusa para ligar el matrimonio y el narcotráfico. En efecto, la posibilidad de complacer a unos gringos hippies que demandan marihuana es el primer eslabón para marcar la degradación de una comunidad cuyos clanes terminarán matándose entre sí. En este derrotero de caída libre por diversos círculos del infierno dantesco, hay reminiscencias a varios films de mafia.

Todo esto parece confluir en esta película donde la violencia del capitalismo no solo está representada en una ridícula estampita que reza No al comunismo, sino en la fatalidad que irrumpe cuando el dinero gobierna el destino de las personas y el poder se filtra de modos casi imperceptibles y hasta por azar. Como consecuencia, la destrucción es un destino inevitable que alcanza aún a comunidades cuyos ancestros parecen ajenos hasta que el dinero aparece para contaminar. Entonces, cuando la violencia antecede a la palabra, ya no hay retorno, ni siquiera para los alijunas y los wayyu. Esta terrible verdad (el punto más fuerte) es plasmada con una estética tranquilizante de colores y texturas ajustadas a las circunstancias, de paisajes abiertos mostrados en pantalla ancha y con un cuidado que provoca la inmediata fascinación, un horizonte difundido e institucionalizado.