Paisajes devorados

Crítica de Diego Papic - Clarín

Los locos tienen la razón...

Si una virtud tiene Eliseo Subiela es la fidelidad a sus obsesiones y la coherencia al construir el mundo en el que habitan todas sus películas. La locura en su aspecto más romántico y el arte entendido como un juego serio, pero no solemne, están presentes en Paisajes devorados. Lo que cambia respecto a sus anteriores trabajos es el modo de producción: ésta es una película pequeña, con una estética casera, casi amateur, que pretende emular un documental, y la iluminación es totalmente naturalista, alejada de sus típicos claroscuros publicitarios.

Tres jóvenes descubren a un misterioso y viejo director de cine internado en el Hospital Borda y se proponen filmar un documental sobre él. Su nombre es Rémoro Barroso y está interpretado por el legendario documentalista santafesino Fernando Birri. Barroso formó parte del cine industrial de la década del ‘60, vehículo de los cantantes de moda, y luego tuvo un incidente desconocido con una actriz y terminó viejo y olvidado.

A lo largo de la película los jóvenes irán develando -o no- la verdadera identidad de Barroso. El enigmático director, a su vez, irá desgranando teorías, filosofará sobre el arte del cine y de la vida, entre la lucidez y la locura. En los monólogos de Barroso se adivinan las ideas del Subiela director, que al ponerlas en boca de un loco -pero, ¿está loco Barroso?- les resta gravedad.

La película fracasa al intentar reproducir la imagen de un “falso documental”. En primer lugar, porque varios de los actores no logran dar con un tono natural que haga olvidar que están actuando; en segundo lugar, porque la puesta no termina de aparentar espontaneidad.

Lo mejor sin dudas es el magnetismo y la presencia incomparable de Fernando Birri, que logra componer un personaje atractivo e indescifrable y es capaz de decir los textos de Subiela con verosimilitud. Así logra que funcionen casi siempre esos textos que son lúdicos y chispeantes, pero que a veces corren el peligro de caer en el abismo de la cursilería.