Oz: el poderoso

Crítica de Beatriz Molinari - La Voz del Interior

Tributo al ilusionismo

Que nadie se engañe con respecto al título de la película de Sam Raimi, Oz, el poderoso. Con la excusa de la ‘precuela', es decir, lo que podría haber ocurrido antes de las peripecias del cuento original, Raimi pone el acento en el controvertido mago.
Oz, el poderoso fluctúa entre el retrato moral del ilusionista y los problemas que los habitantes del reino de Glinda, la Bruja Buena, tienen que resolver.
La película no logra encauzar la fantasía propia del cuento mágico, aunque visualmente tiene escenas encantadoras. El diseño de libro infantil funciona pero Raimi ofrece otros giros a la posible historia del mago que llega en globo aerostático a ese territorio de ensueño.
James Franco compone un pícaro más cerca de la comedia para adultos que del relato para chicos. El planteo es claramente moral. El personaje engatusa y seduce a todos, sin ánimo de asumir responsabilidades y siempre dispuesto a sacar provecho. Franco es un mago más gótico que mágico. Lo acompañan tres actrices a las que los personajes les quedan chiquitos. Mila Kunis, Rachel Weisz y Michelle Williams son las brujas Theodora, Evanora y Glinda: dos malas contra una buena, respectivamente.
Se destaca Williams que sostiene con su mirada angelical toda la bondad posible, ejemplo para sus súbditos frágiles, incapaces de hacer daño a nadie. Kunis y Weisz, buenas intérpretes de las hermanas intrigantes y despiadadas, cuentan con el auxilio del maquillaje y los efectos. Las tres animan el mundo de fantasía que, de alguna manera el personaje de este Oz, de Raimi, quiebra con los juegos de la inteligencia.
Definido como ‘un mago de carnaval', Oz desata el show con sus artes de ilusionista. El director arma la parafernalia a la medida del actor. Su mago instala el engaño en la plaza y con astucia conjura a las malvadas brujas y sus horrendos animales depredadores. La lucha del Bien y del Mal, siempre aleccionadora en este contexto, se desplaza hacia los trucos de Oz. La ilusión pasa por el cine, rudimentario, en los albores de la imagen que se mueve y crea una nueva realidad. La maquinaria reemplaza a la fe en el cuento.
Hay en la película una textura deliberadamente exagerada, de colores muy brillantes, una apuesta por el decorado sobre el que se mueven la niña de porcelana, el mono alado y los munchkins bonachones. La Ciudad Esmeralda y el camino amarillo son dibujos coloreados, por momentos, extraños a los personajes de carne y hueso, en el contraste entre plano y volumen.
Quien busque las antiguas emociones de Oz, difundidas en la película y en tantas versiones teatrales, encontrará una versión de ese mundo mágico en la que la fantasía no se lleva bien con el sarcasmo o los guiños entre adultos. El ejercicio estilístico de Sam Raimi logra a medias el objetivo de modernizar un clásico sin perder de vista el destinatario.