Oso intoxicado

Crítica de Ezequiel Boetti - Página 12

"Oso intoxicado", en el bosque muy contento

A pesar de sus momentos de excesivo absurdo y el cuidado puesto en las premisas del clásico cine de terror, el film comete el error de tomar el punto de vista del personaje menos interesante.

Había una vez un contrabandista de drogas que, en diciembre de 1985, mientras sobrevolaba los bosques del estado de Tennessee, dejó caer gran parte de los paquetes de cocaína que transportaba para alivianar el peso del avión. Como no fue suficiente para evitar una falla irreparable, saltó con una bolsa de 79 kilos encima sin saber que el paracaídas nunca se abriría. El muchacho y la carga terminaron estrolados contra el suelo, muy cerca de donde caminaba un oso negro que no tuvo mejor idea que comerse el apetitoso botín. La historia terminó con el pobre bicho encontrado muerto tres meses después, rodeado de cuarenta bolsas de plástico abiertas y convertido en leyenda, al punto de que su cuerpo fue disecado para exhibirse.

El tercer largometraje dirigido por la también actriz Elizabeth Banks, como todas las películas precedidas con el siempre sospechoso rótulo de “inspirada en una historia real”, se toma varias licencias respecto a los datos concretos. El más significativo es el destino final de la criatura, que acá no sólo no muere, sino que se vuelve adicta y, cuando no puede consumir, con síntomas muy visibles de síndrome de abstinencia. Más vale no cruzarse en el camino de esa mole de pelos de 200 kilos dispuesta a todo con tal de saciar su deseo.

Como Scream 6, entre otros títulos recientes que replican una fórmula con buenos resultados en taquilla, especialmente la norteamericana, Oso intoxicado tiene la premisa propia de una película de terror, en tanto se trata de una criatura suelta en un bosque que irá cargándose a cada humano que aparezca en pantalla. Sin embargo, por sus excesos y vestigios de autoconciencia, se inscribe en el género de la comedia. Excesos en materia de sangre derramada en cada mordida y arañazo –que son muchas–, pero sobre todo en lo que el argot policial definiría como “consumo de estupefacientes”: desde Scarface que no se veía tanta cocaína como aquí, al punto que hasta dos preadolescentes terminan con la cara empolvada sin que nadie, ni siquiera la película, se escandalice demasiado.

El problema, entonces, no es de tibieza. El problema tiene que ver con la elección del punto de vista, esto es, el lugar desde donde se narra lo que ocurre. Ese rol le corresponde a la mamá de uno de esos chicos (Keri Russell), quien va en búsqueda de su hijo hasta el lugar donde supuestamente escapó tras ratearse del colegio. Ese lugar no es otro que el bosque donde anda suelto el oso vicioso (tal es el extraordinario título adoptado en España), con sus ojos inyectados de sangre y su hocico más blanco que lo que prometen las publicidades de jabón en polvo.

Ella es el personaje menos interesante, el más normalito de todos, el que más ruido hace en la afinación de un ecosistema con criaturas cuyos diálogos y comportamientos abrazan un absurdo excesivo acorde con la idea de un oso asesino pasadísimo de merca. Banks tenía a un par de soldaditos narcos sensibles, un comisario preocupado porque quería adoptar un perro y le dieron uno “demasiado elegante”, una guardaparque (la notable Margo Martindale) medio enamorada de un inspector y el jefe del cartel dueño de la cocaína. Un jefe con ojos más sangrantes que los del oso y el rostro de Ray Liotta. Fallecido en mayo del año pasado, el actor se despide de la pantalla grande con un rol acorde a una filmografía pródiga en energúmenos despreciables: aquí es un sorete capaz de patear a un par de ositos bebés con serias inclinaciones hacia las adicciones.