Omisión

Crítica de Jonathan Santucho - Loco x el Cine

Es 14 de diciembre, y Santiago (Gonzalo Heredia) observa el calendario. Sabemos lo primero, pero no por la acción mencionada. Es porque los constantes carteles temporales invadieron el borde inferior derecho de la pantalla por suficiente tiempo como para que hasta el espectador hundido en el balde de pochoclo entienda el punto. Sin embargo, el sacerdote sigue mirando las semanas. El 10 del mismo mes, el psicólogo Patricio (Carlos Belloso) se le confesó, casi con alegría, sobre un doble asesinato que cometió, el primer acto monstruoso de una serie de homicidios que se reanudará cada cuatro días. Si son veloces, sólo les bastará con estas últimas líneas para notar la importancia de la primera fecha. Pero, al parecer, Santiago necesita analizar la agenda por un minuto, enfocándose tanto en el objeto que sostiene que uno casi podría decir que lo penetra con los ojos. Todo esto, una construcción de intriga de aproximadamente un minuto, para anunciar lo que la sala entera ya conoce: el asesino va a atacar ese día. Puede parecer una escena menor, pero ese breve fragmento resume las pretensiones de Omisión (2013), un thriller que frustra en las formas que presume ser distinto a los demás, cuando en realidad está hundido en el convencionalismo.

No es que no tenga un mal planteo inicial, de todas formas. Arrancando, el film se centra en estos dos personajes, o más bien, en como encajan en la sociedad moderna. No hace falta entrar demasiado en como cada día, millones de personas se entregan a otra fuerza para buscar una salida a sus dilemas. Por supuesto, la institución clásica es la religión, por la cual gente puede aprovechar la ventaja moral de la fórmula; ejemplo siendo el catolicismo, en el cual por una confesión y un número de rezos, la infracción sale de los registros. Pero en los últimos siglos, el giro brusco hacia la fe en la ciencia dejó con el rol de descargo a las pastillas y a los psiquiatras, que vuelven la desaparición de la culpa interna un servicio comparable a pagar las cuentas. Con tanto descargo, pocos piensan en los roles de la gente detrás de la respuesta, personas que deben mantener un voto de silencio, sin importar las atrocidades que oigan. Por eso, el argumento prometía un interesante enfrentamiento de estos dos lados de la moneda, jugando con las restricciones morales que tocan día a día.

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Pero no, en realidad todo termina siendo una excusa para otro juego de gato y ratón con una premisa de alto concepto: esencialmente, el conflicto de Santiago entre denunciar los crímenes y colgar los hábitos, o no romper el sigilo sacramental y cometer la omisión del título. Esto funcionó antes, como prueba el film de Alfred Hitchcock cuyo nombre local adorna la cima de esta crítica. Y hay algunos temas clásicos del maestro del suspenso en la obra del escritor y director Marcelo Páez Cubells (cuyo único otro crédito de relevancia es el guión del film de Boogie, el aceitoso), quien tiene una buena mano para la puesta en escena, pero que a la vez no confía en que la audiencia entienda este relato de otro crimen perfecto. Es por eso que su producción se baña en obviedades, siendo clichés narrativos o estilísticos. Hay desde melodramas sobre chicos perdidos en la vida de las villas hasta amores no correspondidos, e incluso suena un tema en piano que se escurre cada vez que aparece una escena emocional, que casi empuja a la gente a pensar “Acá me debo sentir alegre/melancólico/triste” (es multiuso), como esas instrucciones que le dan al público con el que se graban ciertas sitcoms.

Este es el mundo que habitan Santiago y Patricio, el ambiente que los arrastra como si fueran marionetas. Es que no hay consistencia, ya sea en el tono de la película (que varía entre el policial comercial y el exploitation) o en los personajes, que sufren del control omnipotente: en otras palabras, no actúan por sus personalidades o las acciones de quienes los rodean, sino porque el guión lo ordena. Esto lleva a inconsistencias y muchos momentos de incredulidad, como una (algo graciosa) escena donde los dos protagonistas, conociendo el uno sobre el otro y sabiendo que ambos ya conocen sus intenciones, se encuentran en el diván del doctor. Si uno espera un choque de verdades, va a salir sorprendido. No, se hablan como si nunca se hubieran conocido, pero a la vez tiran pistas de lo que están haciendo. ¿Por qué? Porque se necesita esta escena de tensión aún si no tiene sentido y, de nuevo, el guión lo ordena.

En el medio de todo, los actores quedan con la tarea de levantar los cimientos y, por la mayor parte, salen bien. Escondiendo su figura de galán de telenovela detrás de la sotana y una barba bien crecida, Heredia es competente como el sufrido hombre de Dios, aunque su interpretación es atacada por lo chato que es Santiago, básicamente un blando santo. Mejor le va al siempre magnético Belloso, quien nunca deja de ser un placer al hacer de un sociópata en acción, aún cuando su Patricio se va de los rieles en el tercer acto. Por desgracia, no corre con la misma suerte Eleonora Wexler, quien es desperdiciada en un papel de interés amoroso/receptora y emisora de exposición. Su malgaste es un símbolo de la forzadez y obligatoriedad que arrasan con la producción.

Y es una lástima ver que esto no funcione, porque de verdad se necesitan más proyectos argentinos de este tipo de géneros en los grandes cines (como probaron exitosamente Diablo y Hermanos de sangre). Lamentablemente, aún siguen resultando películas como Omisión, que encima de perder, pecan de soberbias.