Océanos

Crítica de Juan Pablo Cinelli - Página 12

En el reino de Poseidón

Con un alto nivel de preciosismo visual y debilidades en lo narrativo, el documental busca generar conciencia acerca de los efectos devastadores de la humanidad sobre el equilibrio natural del planeta.

Como ya dijo Homero Simpson en su película, no hay motivo para pagar en el cine lo que en la televisión es gratis. Mucho menos por un documental de animales. O sí, en realidad hay uno, el de siempre: el ritual mismo del cine (eso ya sería suficiente), y la promesa de encontrarse con imágenes que revelen una postal secreta de la naturaleza, mucho más allá de lo visto ya en las clásicas ediciones de La aventura del hombre que todos los lunes Mario Grasso presentaba en los ’80. Justamente es ése el valor agregado que ofertan (más que ofrecer) una serie de trabajos que han decidido probar suerte en la pantalla grande a partir del Oscar al Mejor Documental obtenido en 2006 por la francesa La marcha de los pingüinos. Pero no es mucho más que eso lo que distingue a estos productos de sus parientes catódicos. O al menos es lo que puede decirse de las tres o cuatro súper producciones del género apoyadas por Disney o la BBC, cuyo mayor exponente es La Tierra, estrenada el año pasado, a la que ahora se suma Océanos. Si bien es cierto que todos ellos alcanzan un alto nivel de preciosismo visual, en lo narrativo no consiguen dejar de ser una versión acromegálica de Animal Planet.

A partir de un escenario marino, Océanos busca lo mismo que en La Tierra se intentaba de manera integral: generar conciencia acerca de los efectos devastadores de la humanidad sobre el equilibrio natural del planeta, con el lente puesto en las maravillas que esa acción hiere sin remedio en la morada de Poseidón. El intento en sí mismo no es lo criticable, como tampoco lo es (en general) el contenido de Océanos: es loable que un proyecto bregue por la protección de aquello que, amenazado, no tiene defensa. Sin embargo (siempre es incómodo encontrar unos cuantos sin embargos en proyectos con objetivos tan nobles) no se puede dejar pasar por alto la dudosa validez de algunos de los recursos elegidos para conseguir esa toma de conciencia en el espectador. Objeciones que minimizan la virtud innegable de su despliegue visual.

La película abre con una iguana nadando en el mar como un Godzilla en miniatura y ése, entre otros, es un hallazgo simpático que revela hasta qué punto la naturaleza ha inspirado al cine. Pero el obstáculo más notorio de Océanos es el concepto sobre el que se ha construido, el intento de regir la narración con los mismos elementos ya devastados por la tele. ¿Cuántas veces más un director de documentales probará conmover con la clásica escena de las crías de tortuga que, devoradas por las gaviotas, nunca llegan al mar? Todavía menos necesaria es la escena en que un tiburón, mutilado por quienes codician sus famosos cartílagos pero aun con vida, se hunde en el agua como un tronco para acabar desangrado en el lecho marino. La pregunta duplicada vuelve a ser ¿por qué?: por qué tanto desprecio del hombre por la naturaleza pero, también, por qué tanta saña del realizador con el público.

Sin dudas el documental es uno de los géneros más complejos y difíciles de realizar, sobre todo por su esencial pretensión de ser espejo fiel de la realidad. O, al menos, tan fiel como puede serlo cualquier construcción de la expresión humana, naturalmente tendenciosa. Desde ahí, nadie puede negar que la realidad es tanto más cruel que apenas ese único tiburón en medio de un holocausto marino y que sin dudas hay escenarios mucho más aberrantes que ése. Tan cierto como que Werner Herzog no necesitó más que su talento para presentar sus dilemas ecológico-existenciales en Encuentros en el fin del mundo (2007), con un lujo visual que nada le envidia a Océanos. A la que, por otra parte, no se le deben restar sus méritos como hipnótico retrato de la vida allá en el elemento mismo que la vio surgir, hace ya millones de años.