Oblivion: El tiempo del olvido

Crítica de Luciano Monteagudo - Página 12

Se olvidaron de mencionar al autor

Desde Blade Runner, el cine de Hollywood de ciencia ficción no ha hecho más que adaptar, oficial u oficiosamente, a Philip K. Dick. O de saquearlo sin siquiera una mención en los créditos, como es el caso de esta aventura futurista y ultradigitalizada.

Dado que el género es tan proclive a las especulaciones y los interrogantes, bien vale la pregunta: ¿qué sería del cine de Hollywood de ciencia-ficción si no hubiera existido Philip K. Dick? Quizás un paisaje tan yermo y desolado como el de la Luna, una suerte de inmenso horror vacui, considerando la influencia abrumadora que el autor de ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? ejerció sobre todo el cine de ficción-científica posterior a Blader Runner (1984), estrenada paradójicamente unos meses después de la muerte de Dick. Allí se impuso la noción de “replicantes”, esos androides que duplicaban a los seres humanos y aspiraban a sentimientos y recuerdos como los de cualquier hombre o mujer. Y desde entonces Hollywood, en sus más diversas variantes, desde las adaptaciones oficiales (El vengador del futuro, Minority Report, A Scanner Darkly) hasta las versiones oficiosas (The Truman Show, Abre los ojos), pasando por las que se inspiran en su universo ficcional (eXisTenZ, Inteligencia artificial), no ha hecho sino “replicar” a Dick, abrevar en él. O, lisa y llanamente, saquearlo sin siquiera una mención en los créditos. Este último es el caso de Oblivion: el tiempo del olvido, protagonizada por nuestro reciente, fugaz visitante, Tom Cruise.

Según los títulos de la película, la fuente de Oblivion sería el comic-book homónimo del propio director, Joseph Kosinki. Pero el concepto remite a Blade Runner y Total Recall, desde un futuro distópico hasta un personaje que –obsesionado por unos recuerdos que no sabe de dónde provienen– se pregunta por su identidad y la de los que tiene a su lado. ¿Qué es lo humano? ¿Qué es lo real? ¿Dónde está el mundo y cuál es su simulacro? fueron siempre preguntas centrales en la obra de Philip K. Dick, que ahora Oblivion vampiriza una vez más, como para darle una pátina de importancia y reflexión filosófica a una película concebida básicamente como vehículo de lucimiento para Cruise en plan de héroe interestelar.

Si en El vengador del futuro, el holandés Paul Verhoeven partía de una estética trash (empezando por su protagonista, Arnold Schwarzenegger) y de un formato de film de acción para ir “contrabandeando”, como le gusta decir a Martin Scorsese, los inquietantes interrogantes de Dick, en Oblivion el neoyorquino Kosinski sigue el camino inverso: de entrada, imbuye a su película de un aire de significación y trascendencia para ir, poco a poco, mostrando la hilacha y revelar finalmente que le importan más los gadgets, las naves espaciales y las explosiones digitales que la pregunta por la cosa.

Desde su primer sueño –en obvio blanco y negro– se entiende que Jack Harper (Cruise), ese eficaz mecánico del futuro encargado de reparar unas naves robots que custodian lo que ha quedado del planeta Tierra después de una guerra nuclear contra un enemigo exterior, tiene una historia detrás de sí que no es la que le han hecho creer. Y que su impoluta compañera actual (Andrea Riseborough), esa con quien despierta mecánicamente cada mañana y que lo auxilia en su tarea, quizá no sea quien se supone que es. Y que el amor de Jack está en otra parte, en esos sueños en los que aparece recurrentemente una cara bonita (Olga Kurylenko). Allí abajo, en esa querida Tierra que Jack se resiste a abandonar, a pesar de las órdenes que le llegan desde una suerte de Big Brother estacionado en la estratosfera, los “carroñeros”, en apariencia sus enemigos, serán los encargados de mostrarle que hay otro mundo posible, distinto y mejor que el que él cree conocer.

Como ya lo había manifestado en Tron: Legacy (2010), su primer largometraje, continuación del famoso film maldito de la Disney Co., el director Kosinski tiene predilección por las superficies cristalinas, pulidas y brillantes, como si estuviera filmando un publicitario de algún producto de limpieza. Y si no desentona en los momentos de acción, tan eficaces e impersonales como los de cualquier otra producción actual de Hollywood, se vuelve fatalmente cursi en las escenas románticas, que no son pocas.