Nunca volverá a nevar

Crítica de Diego Brodersen - Página 12

"Nunca volverá a nevar": el mundo está herido y dolorido.

¿Es Zhenia simplemente un hombre con cualidades únicas o una especie de ángel con aspecto terrenal? Como el enigmático extranjero de "Teorema", nada seguirá siendo igual detrás de su estela.

Como todas las mañanas, Zhenia se levanta, desayuna, realiza una sesión de ejercicios físicos y se traslada al barrio cerrado donde desarrolla su profesión de masajista profesional. Zhenia es ucraniano y su llegada a Polonia es descripta durante un breve prólogo; allí se evidencia que además de las habilidades para mover manos y brazos su mente es capaz de provocar hipnosis profundas y poderosas. El protagonista de Nunca volverá a nevar, la más reciente película de la experimentada y prolífica realizadora polaca Malgorzata Szumowska (Body, Ellas), habitué de los festivales de cine más importantes, esta vez en codirección con el debutante Michal Englert, permite que la historia gire alrededor del misterio, primero, y el realismo mágico más tarde, cuando sus cualidades humanas (y las otras) terminan alterando por completo la vida de un puñado de habitantes del barrio en cuestión. ¿Es Zhenia simplemente un hombre agraciado con cualidades únicas o una especie de ángel con aspecto terrenal? Como el enigmático extranjero de Teorema, nada seguirá siendo igual detrás de su estela.

Interpretado con pasión impertérrita por Alec Utgoff (rostro que el consumidor de series reconocerá por su participación en Stranger Things), el masajista toca timbres, ingresa a los hogares donde lo esperan con ansias y comienza sus faenas físicas y emocionales. Sus clientes conforman un grupo ecléctico y ligeramente excéntrico, y no faltan el ama de casa alcohólica, el enfermo de cáncer y un exmilitar de paso firme y mirada dura. Ligera crítica de clases, con eso de la “tristeza de los ricos” como norte, las coquetas casas del barrio privado, vistas desde arriba, sólo se diferencian de los monoblocks donde vive Zhenia en una cuestión de grado, y los realizadores señalan cada vez que pueden la condición de cárcel de esas paredes, reflejo a su vez del estado interior de los personajes (ecos del Decálogo de Krzysztof Kieslowski, probablemente). Algunas de las sesiones de masajes terminan en charla franca, otras en sexo, algunas otras en hipnosis y reconciliación interior, con un bosque fantasmagórico haciendo las veces de receptáculo onírico de miedos, frustraciones y deseos.

Zhenia nació en un pueblo cercano a Chernóbil y una serie de flashbacks dedicados a su infancia permiten deducir que sus particulares virtudes están relacionadas con la radiación. O tal vez se trate de una simple casualidad y es su condición de inmigrante ilegal la que permite “tocar” a los residentes. O nada de lo antedicho. Lo cierto es que el tono misterioso y, por momentos, imprevisible de Nunca volverá a nevar, construido con paciencia durante 90 minutos, estalla en el último tercio para ser devorado por el sentimentalismo audiovisual.

Un simple truco de magia durante un acto escolar es el escaparate para la verdadera “magia”; es entonces cuando la historia se repliega sobre si misma en una secuencia de cierre que pondría coloradas a las imágenes del célebre videoclip de R.E.M. para su tema “Everybody Hurts”. Aquí también el mundo está herido y dolorido, aunque la caída de copos de nieve sobre la comunidad y sus habitantes –¿el último regalo de Zhenia?– parece ofrecer una esperanza ante tanta desolación. ¿Fue ese aspecto el que más conmovió a los programadores del Festival de Venecia o fue la preciosista fotografía de Michal Englert? Difícil saberlo; en cualquier caso, su inclusión en la competencia oficial de ese encuentro cinematográfico parece un tanto exagerada.