Nuestras mujeres

Crítica de Laura Osti - El Litoral

Tres personajes en busca de autor

Cruel suele ser el paso del tiempo y no parece haber tenido piedad con estos tres mosqueteros de la pantalla: Daniel Auteuil (otrora uno de mis favoritos, snif), Richard Berry (en su doble papel de actor y director) y Thierry Lhermitte.
Como espectadora frecuente del cine francés, me han conmovido de distinta manera a lo largo de sus prolíficas carreras y han sabido mantener en una alta estima la variedad de sus participaciones en dramas, en comedias y en las distintas variantes del film noir. Siempre mostrando en el orillo la marca de origen, estos tres profesionales de la escena se encuentran entre lo más destacado del rubro (aunque no sin altibajos), desde los ochenta hasta nuestros días.
En esta oportunidad, se juntaron para llevar al cine una obra de teatro (costumbre que ya se está haciendo tendencia), “Nuestras mujeres”, de Eric Assous, obra que tiene como protagonistas a tres amigos cincuentones que cultivan su entrañable relación a lo largo de más de tres décadas; quienes cumplen rigurosamente con el ritual de compartir todos los años unas vacaciones juntos, sin sus parejas, y todas las semanas, una sesión de juegos de mesa y cena en la casa de Max (Richard Berry), el solterón.
La película comienza con una secuencia que los muestra disfrutando de uno de esos encuentros veraniegos en una remota playa, mientras un narrador en off explica las características de la relación entre ellos, disparando gaffes y gags a discreción.
Luego, la acción pasa directamente al día de la cita semanal, y comienza en las horas previas.
Paul (Daniel Auteuil) es un médico reumatólogo, casado y con dos hijos veinteañeros. No parece tener demasiado diálogo con su esposa.
Simon (Thierry Lhermitte), el más excéntrico, reparte su tiempo entre sus dos peluquerías y su mansión lujosa. Está casado con una joven y sensual modelo, que conoció en su oficio.
Max, médico radiólogo, vive en un piso muy distinguido, en inmediaciones de la Torre Eiffel. Es coleccionista de discos de vinilo y fanático de la limpieza. Mantiene una relación de pareja con una mujer más joven, pero se muestra reacio a la convivencia. Se considera inestable y se muestra un poco frustrado por no haber logrado formar una familia.
Esa noche, los amigos tienen previsto encontrarse en casa de Max, a las nueve, como de costumbre. Puntualmente, el primero en llegar es Paul, pero Simon se retrasa más de lo habitual, lo que incomoda a sus amigos, y cuando por fin aparece, termina de poner todo patas para arriba. Desencajado, confiesa que acaba de matar a su mujer, en un arranque de ira, motivado por los celos.
A partir de allí, empieza a desarrollarse el nudo del conflicto: cómo ayudar a Max, quien desesperadamente pide que le ofrezcan una coartada.
Siempre en tono de comedia, el guión se pasea por casi todos los lugares comunes: el suceso saca a relucir el machismo, los prejuicios de clase, el dilema ético que implicaría encubrir un crimen... los personajes se empiezan a sentir como fieras enjauladas y a medida que avanzan las horas, el abatimiento y la desesperación se combinan en una sensación de encierro sin salida.
Pero, luego de la correspondiente catarsis, en la que los amigos sacan a ventilar algunos entripados que tenían bien guardados, finalmente, siempre en tono de comedia, las aguas se irán calmando y la razón parece volver a “reinar”.
Con “Nuestras mujeres”, Auteuil, Lhermitte y Berry ofrecen un espectáculo impregnado de guiños a la comedia francesa (especialmente a Patrice Leconte y sus recordadas películas “La maté porque era mía” y “El marido de la peluquera”), a algunos de los personajes más famosos de sus carreras y a ciertos tópicos también bastante frecuentados en la escena del país galo, como el femicidio, la misoginia, el fetichismo, los prejuicios y la hipocresía burguesa.
Estos tres mosqueteros no parecen tomarse muy en serio nada, ni siquiera a ellos mismos, derrapando en más de una ocasión en un compendio de sobreactuaciones, tics y clichés, que por momentos dan ganas de hacer con ellos algo peor que abofetearlos (afectuosamente, claro).