Nosotros nunca moriremos

Crítica de Horacio Bernades - Página 12

Filmar el duelo

El director filma eso que podría pensarse como abstracto -el duelo- y sin embargo se hace físico en los rostros de sus personajes y en la luz que los rodea.

Hay un grupo de películas litoraleñas en las que la planicie parece signar las vidas de los personajes, y también las formas y el decurso de cada una de ellas. Es el caso de las firmadas por Iván Fund (Hoy no tuve miedo, Vendrán lluvias suaves); alguna de Santiago Loza (La Paz), cordobés de origen; una en colaboración entre Loza y Fund (Los labios, punto alto de esta corriente de films) y las Eduardo Crespo (Crespo, Tan cerca como pueda). Ellos tres constituyen un núcleo creativo, y suelen alternarse las funciones de dirección, producción y dirección de fotografía. Presentada en Competencia Oficial en los Festivales de San Sebastián y Mar del Plata, coproducida y coescrita por Loza, dirigida por Crespo, Nosotros nunca moriremos es uno de los films más logrados de este grupo o corriente, a la vez que representa a cabalidad la ética y estética que los animan.

El estilo y la narración surgen de las características del lugar y de los personajes. Tierras llanas, cielos amplios, horizontes despejados, casas bajas, gente se diría que “sin atributos” a la vista. Este grupo de películas suelen carecer de picos dramáticos, aunque Nosotros nunca moriremos se abre con uno, y fuerte. Un muchacho de a caballo descubre a un joven muerto en lo que alguna vez fue una casa, en medio de la vegetación. Lo que podría dar inicio a una de esas series, generalmente nórdicas, que siempre comienzan con una chica asesinada y derivan en una investigación hecha por dos detectives de caracteres diversos (un hombre, una mujer), aquí da lugar simplemente a un duelo. El duelo de la madre del muchacho (Romina Escobar) y de su hermano menor (Rodrigo Santana) que viajan hasta allí desde la ciudad, instalándose en un hotel mientras completan los trámites del caso.

Hasta tal punto esta película es el reverso de esas series-tipo mencionadas, que aquí prácticamente se prescinde de todo dato: no se sabe bien qué fue a hacer a esa zona el muchacho muerto, cómo murió y mucho menos qué es lo que la policía del lugar está investigando en relación con la muerte. Su madre y hermano hacen una única visita a la sede de la policía departamental, y esa visita es más de consolación que de interrogación o información sobre la investigación. ¿Qué queda, entonces? Todo lo demás: el duelo. Crespo, que en el documental homónimo filmaba su recuerdo del padre, recientemente muerto, filma aquí la pérdida reciente. Quedan los deudos, su dolor, su disposición a sobrellevar la situación (ella), su desconcierto adolescente (él). La ajenidad, la impersonalidad del cuarto de hotel. La otredad de esa ciudad que no conocen, la gente del lugar, que no son vecinos.

Eduardo Crespo (ver entrevista aparte), que es un fotógrafo sensible y aquí delegó esa responsabilidad en Inés Duacastella, filma eso que podría pensarse como abstracto -el duelo-- y sin embargo se hace físico en los rostros de la madre y Rodrigo. No hay gritos, llantos ni diálogos rememorativos: ésta es gente callada, que no exterioriza el dolor, salvo por sus gestos. Por sus tiempos, sobre todo: en Nosotros nunca moriremos, que a pesar de todo el dolor termina haciendo honor a su título, el tiempo parece haberse frenado, dejó de transcurrir. No es que la cámara imponga tiempos muertos, sino lo contrario: son los tiempos los parecen haber muerto, y la cámara está a su servicio. Alrededor de la pequeña ciudad se tiende el campo, una forma que fuga hacia el horizonte, y donde todos los momentos del día también parecerían haberse detenido y condensado en uno: la hora en que cae la tarde. Ese momento en que el mundo está a punto de quedar en sombra y sin embargo hay un último resplandor. Un último esplendor, que la cámara de Crespo y Duacastella se niega a interrumpir, en la esperanza de que esas sombras no lleguen todavía.