Norberto apenas tarde

Crítica de David Obarrio - Cinemarama

Norberto, como si nada hubiera sucedido

Siempre resulta poco grato ver escenas de una obra de teatro adentro de una película. Da la sensación de que en esos momentos el cine se achatara, bajara la cabeza y se volviera culposo a favor de una actividad con mayor prestigio social, como si un arte no pudiera contener al otro sin rendirle una pleitesía automática. Pero mucho peor todavía es encontrarse con una película donde se muestran ensayos de una obra de teatro. Norberto apenas tarde tiene un poco de las dos cosas. O parece que las tuviera, porque el centro de la película con la que Daniel Hendler debuta en la dirección es un tipo que sale del pozo cuando decide inscribirse en un curso de teatro. La película describe el itinerario emocional de su protagonista desde su condición de apocado y oscuro empleado en una inmobiliaria de la ciudad de Montevideo hasta su inopinada conversión en actor de teatro vocacional igual de oscuro que antes. Hendler deja claro que la clave para Norberto es el reto que representa para él ese mundo nuevo del teatro en el que está incursionando, esta terra incognita a la que accede husmeando como un animal perdido y que termina proporcionándole el kit de anticuerpos para más o menos desenvolverse en la vida pertrechado con una razonable dignidad.

Un cierto espíritu redentor sobrevuela todo el tiempo las imágenes neutras de Hendler, sus tonos ligeramente apagados, casi inertes (melancolía es una palabra demasiado grande para describirlas). Es decir, la película se cuida bien del menor énfasis a la hora de establecer el halo de grisura cósmica que rodea al protagonista –esto incluye a modo de concesión pequeños gags que se repiten o dilatan interminablemente, como la alarma del auto que suena a su antojo o el examen de esperma-, pero el caso es que no puede evitar los ribetes beatíficos que se desprenden de la nueva actividad del personaje. Por el teatro, Norberto aguanta imperturbable el abandono de su esposa, le deja de repente el departamento, renuncia al trabajo y, básicamente, comparte horas de su vida con una pandilla con la que por fin parece tener algo en común, esas chicas y muchachos sin excepción menores que él a los que se dirige llamándoles “chiquilines” (en lo que aparenta ser un simpático modismo uruguayo); pero, principalmente, deja de mentir y de inventar excusas para no tomar decisiones. La idea evidente es que el arte de la actuación le permite mostrarse ante el mundo tal cual es. De hecho, después de una exitosa función para invitados, el grupo de actores se va de festejo a un bar y Norberto termina borracho bailando un striptease arriba de una mesa para algarabía de todo el mundo. Sin embargo, esa escena no termina de constituir un momento auténticamente alegre. Hendler parece creer en el estatuto superior del teatro pero su personaje acaso resulte demasiado poco para hacerse transformar del todo por sus declaradas cualidades de excelencia. La última imagen lo encuentra en la soledad de un departamento vacío: Norberto está en una especie de tiempo indefinido, ya que el plano es poco explícito acerca de su situación y podría tanto augurar un futuro promisorio como señalar un presente desolador: Norberto apenas tarde no consigue en el final redimir cabalmente a su protagonista y esa ambigüedad esencial tal vez sea el principal atractivo de esta modesta y extraña película.