Noé

Crítica de Ignacio Andrés Amarillo - El Litoral

Reinventar el mundo

Después de refinar la técnica de los hermanos Dardenne y pasarles la posta a otros realizadores estadounidenses (como David O. Russell), Darren Aronofsky pegó el volantazo en “Noé”, una reinterpretación de un tramo del Antiguo Testamento relativamente visitado pero sin versiones demasiado canónicas (a diferencia de “Los diez mandamientos”, con la cara de Charlton Heston).
La historia de Noé es compleja por varios motivos, empezando porque es anterior al pacto de Abraham con Yahvé, diez generaciones después de Adán y Eva. Según esta versión, los descendientes de Caín hicieron prosperar una civilización protoindustrial que se dispersó por el globo, depredando la naturaleza, ayudados por unos ángeles bajados a la Tierra (los Vigilantes) a los que traicionaron.
La descendencia de Set, el tercer hijo de los Caídos del Paraíso, es la única que mantiene la armonía con la naturaleza (son vegetarianos, según parece) y con Dios (los otros le reprochan la expulsión). Ese linaje pasó por Enoc y Matusalén, y cuando Lamec quiere pasarle la posta a su hijo Noé es asesinado. A las escondidas de todos estos seres brutales pero interesados en la forja y en talar árboles, Noé crecerá, formará una familia, y un buen día empieza a recibir visiones.
Consultando con su abuelo Matusalén (de proverbial longevidad), confirmará que hay que hacer el arca para salvar a los inocentes, que son los animales: la vida de su familia será en algún momento algo instrumental al servicio de la causa. Ayudado por los Vigilantes, dedicará unos años a talar un bosque (crecido ad hoc) para hacer la embarcación (ya parece la canción de Les Luthiers sobre las guitarras y los árboles). Al final tendrá que enfrentar el miedo natural del resto de la humanidad, que quiere salvarse, y del rey Tubal-caín, el villano de ocasión. Y después sigue más o menos como enseñaron las clases de religión y la sabiduría popular, pero más o menos nomás.
Épica
Los anglosajones, ingeniosos a la hora de poner nombres, llamaron sword & sorcery (espada y brujería) al género cinematográfico que se centraría en la fantasía épica (o épica fantástica, como caracterizaría nuestra Liliana Bodoc), y sword & sandals (espada y sandalias) a las bíblicas, con hebreos y romanos, en las que Heston hizo papeles estelares (antes del papel lamentable que desgraciadamente le tocó en “Bowling for Columbine”).
Obviamente, desde hace unos años, el primero de los géneros ha sido resignificado totalmente desde que Peter Jackson empezó a adaptar la obra literaria de J.R.R. Tolkien: el neozelandés supo sacar provecho de los límpidos paisajes de su país combinados con la tecnología de punta de su empresa (Weta), para volver natural la combinación de personajes fantásticos, sobrenaturales, en escenarios amplísimos: la dinámica de una superproducción actual.
Y por ahí va el viaje de Aronofsky: lejos de la fotografía granulada y los primeros planos con cámara en mano, apuesta a enormes paisajes intocados (rodados en Islandia) y una fotografía luminosa pero fría por momentos. Ese mundo parece de fantasía épica: hay animales fantásticos; los “malos” se la pasan forjando y talando (como los secuaces de Sauron); los Vigilantes, forrados en piedra tras su caída, se mueven y pelean como los Ents; y Noé pelea como si se tratara del mismísimo Aragorn Elessar.
Todo muy tolkieniano, aunque probablemente al profesor Tolkien (un devoto católico preconciliar) le hubiese parecido una versión demasiado libre. Lejos del misericordioso creyente que predicó en vano, este Noé es un misántropo fanatizado por cumplir con la misión que le ha sido encomendada tal como la ha interpretado, incluso a costa de su propia descendencia, lo cual lo vuelve un personaje bastante temible por momentos.
Patriarcas
Fuera del diseño de producción de Mark Friedberg, la dirección de arte de Dan Webster y el vestuario de Michael Wilkinson (alejado de la imaginería semítica), lo que hace funcionar este aparato es en principio Russell Crowe, que suele volvernos creíble todo lo que hace, y aquí tampoco falla: su Noé es implacable y fatal como corresponde a los personajes del Antiguo Testamento.
A partir de él, se arma una serie de juegos de pares opuestos: Jennifer Connelly como su bella esposa Naama, fiel como nadie, pero piadosa como ninguna otra: su firmeza y sus lágrimas construyen el verosímil. Ray Winstone como Tubal-caín, un villano entre iluminista y nietzscheano, más que vicioso: piensa en el hombre como centro de la creación y se pelea con un Dios que no le habla. Y Logan Lerman como Cam, el hijo que desafía al padre en todo momento, y que buscará su propio camino.
Seguramente a Anthony Hopkins le habrá llevado cinco minutos componer a su Matusalén, es algo que le fluye pero que atrapa. Emma Watson nos distrae de lo bonita que es con su Ila, esposa de Sem que defiende a la prole que le estaba negada: gran escena cuando pide tiempo para “calmar a sus bebés”. Douglas Booth completa la familia como un buenazo Sem, y Nick Nolte pone voz de Samyaza, el Vigilante que apuesta a que un descendiente de Adán pueda revertir las cosas.
Con todo esto, Darren Aronofsky se anima a reinventar el relato bíblico, algo que le traerá varias críticas pero que es menos complejo que reinventar el mundo como hizo Noé. Y de paso nos renueva el stock fílmico para Semana Santa, lo que tampoco viene mal.