Noé

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

Una imagen: un montón de gente subida (colgada) a una roca gigante que asoma por sobre el nivel del agua, las olas golpean contra la piedra llevándose a muchos, y en el fondo, además del agua que parece haberlo consumido todo, un barco-fortaleza se aleja. El plano es bello y atrapa el ojo, pero tiene una funcionalidad propia, se basta a sí mismo y no dialoga con la forma del resto de la película, más interesada en el realismo que en esta diagramación pictórica estática y separada de los otros planos por obra del preciosismo. Aronofsky no tiene mucha conciencia del destino al que se encamina su película; es como si en sus manos cada recurso cinematográfico careciera de un plan o incluso de una memoria elemental de lo hecho unas pocas escenas antes. El director de Réquiem para un sueño puede apelar a una secuencia onírica que abusa del simbolismo; una batalla multitudinaria y pésimamente filmada; unos monstruos hechos a puro CGI que, curiosamente, parecieran tratar de homenajear la técnica de Ray Harryhausen; un melodrama familiar; personajes marcadamente unidimensionales que, en algún momento, aspiran a cobrar profundidad y peso en la trama (sin éxito); a retratar escenas de la Biblia como la perdición de Adán y Eva, etc. Noé es una película sin horizonte, que anda a ciegas y echando mano a cualquier cosa que tenga en frente suyo. Ese pastiche no estaría tan mal si Aronofsky no tratara de hacer una película de gran espectáculo con fuertes dosis de solemnidad, a la manera del cine bíblico de la era clásica: la ampulosidad de los diálogos y los temas se vuelve ridícula si no hay una estructura más o menos sólida que la sostenga, y Noé no tiene idea de cómo procurarse algo de credibilidad. Las alucinaciones y visiones del futuro que sufre el protagonista rayan en la parodia, y un ecologismo fanático, que espera que nos lamentemos por la muerte de un animal y que no juzguemos a Noé por asesinar a tres hombres (uno de ellos, herido y desarmado), nos expulsa rápidamente del mundo de los personajes. A medida que el relato avanza, uno de los pocos punto de interés que se mantienen intactos es, justamente, la locura del personaje interpretado por Russell Crowe, que se insinuaba al comienzo disfrazada por un discurso nihilista aprendido y recitado casi automáticamente pero que ahora, con cada nueva escena, se agota y deja a la vista la crueldad y precariedad mental de Noé. Por eso es que la secuencia final del arca, claustrofóbica y torpe, que construye el suspenso a los tumbos, a pesar de todo resulta atractiva: el protagonista se convierte en un tirano que decide sobre la vida de los otros, capaz de decretar la muerte sobre cualquiera amparado en una supuesta misión divina. Esa es la parte más física de la película: después de todos los animales en CGI, de todos los humanos de la ciudad observados desde lejos y que nunca llegan a ser criaturas de carne y hueso, de todos los gigantes de piedra que se mueven robóticamente (como si fueran una especie de Transformes del neolítico), finalmente, la película se atreve a filmar con cuidado algo material, tangible, aunque sea el cuerpo enorme y pesado de un Russell Crowe temible en plan asesino. Fuera de esa secuencia, que debe su encanto más al trabajo actoral de Crowe que a aciertos de la puesta en escena, Noé probablemente no será recordada salvo por el hecho de haber querido contar un relato bíblico pero tomándose licencias que no aportan nada al conjunto (las “ciudades industriales” fundadas por Caín jamás se muestran), y tal vez, por haber tratado de mostrar en clave realista el diluvio universal mientras ensaya un lirismo místico de una grosería difícil de imaginar (los dedos que se tocan por las puntas y brillan, como en E.T. el extraterrestre), sobre todo viniendo del mismo director de El luchador, hasta la fecha su mejor película por lejos.