Noé

Crítica de Diego Brodersen - Página 12

En la senda bíblica de Cecil B. DeMille

El film del director de Pi reevalúa la figura de Noé, construida esencialmente en la tradición judeocristiana, pero a la cual se le adosan características de personaje de tragedia clásica y, en no poca medida, de héroe de acción.

Como si el fantasma de Cecil B. DeMille le hubiera susurrado en el oído, el neoyorquino Darren Aronofsky sorprendió a más de uno con la noticia de que su sexto largometraje sería una adaptación de un pasaje del Antiguo Testamento. Nada más alejado, en principio, de los universos de Pi, Réquiem por un sueño o El cisne negro. Lo cierto es que las intenciones y el formato de Noé no difieren demasiado, en esencia, de aquellas superproducciones bíblicas (o pseudo bíblicas) con las cuales el director de Los diez mandamientos pasó a la historia del cine (relegando otra parte más rica e interesante de su filmografía).

Tampoco es ésta la primera vez que la odisea de Noé y los animales salvados del Diluvio Universal es trasladada al cine (Michael Curtiz dirigió en 1928 una versión semisonora). Pero siempre en estos casos se trata de darles una lavada de cara a circunstancias conocidas, presentar novedosamente a una nueva generación de espectadores –ateos, agnósticos, creyentes, poco importa– un relato ideal para la profusión de efectos especiales, escenas de masas y el catártico encanto de la catástrofe en la pantalla.

A Aronofsky parece interesarle poco y nada la tribuna del predicador: no hay en Noé intenciones evidentes o discretas de convertir a nadie a la práctica religiosa. En ese sentido, habita en el film un particular sincretismo que reevalúa la figura de Noé, construida esencialmente en la tradición judeocristiana, pero a la cual se le adosan características de personaje de tragedia clásica y, en no poca medida, de héroe de acción.

El costado trágico es precisamente el que más parece haberle interesado a Russell Crowe, quien en la piel del profeta se envuelve de gravedad e incluso adopta una postura física que transmite pesadumbre a cada paso. Y, eventualmente (dadas las circunstancias divinas, algo entendible), duda existencial. El texto original, con su alta carga alegórica y la posibilidad de que el lector complete mentalmente las imágenes a las que se alude, es una cosa. Pero el cine, medio visual y realista por definición –más allá de que las imágenes representen los sueños más salvajes de la imaginación–, es otra muy distinta.

Noé se impone como un relato realista de circunstancias extraordinarias, en el cual las escenas de acción física conviven con el melodrama filial y donde el protagonista termina instalándose como un héroe peculiar en un mundo corrompido.

Las licencias a la hora de relatar uno de los más famosos pasajes del Génesis son muchas, aunque tal vez sea mejor dejarles la enumeración a teólogos y estudiosos de la Biblia. Lo cierto es que aquí la fantasía reina y gobierna: Matusalén (Anthony Hopkins) posee poderes mágicos, Adán y Eva son retratados en un flashback como seres de luz, Tubalcaín (Ray Winstone) es transformado en un archivillano de manual e incluso hacen su aparición unos seres enormes hechos de roca, primos lejanos de los árboles de El señor de los anillos. El resultado es extraño, pero nunca fascinante; espectacular, pero no ameno; circunspecto, pero poco profundo. Y un poco chabacano, como un ejercicio práctico de escuela religiosa con presupuesto de varios millones de dólares.

Noé, sus hijos Sem, Cam y Jafet, su esposa Naama (Jennifer Connelly) y una joven adoptada por el patriarca (Emma Watson) se embarcan entonces en el arca más famosa con un polizonte inesperado, voltereta de guión que permite –no hace falta aclararlo– una última escena de acción antes del epílogo. A todo esto, los animales poco y nada tienen que hacer, dormidos como están durante todo el viaje. Con alguna que otra imagen tomada de grabados de Doré, El Creador (la palabra Dios no es pronunciada en todo el metraje) hace borrón y cuenta nueva y es allí, a partir de una atractiva secuencia calidoscópica, donde el realizador afirma con enjundia algo sobre el estado actual del mundo. Soldados de diversas épocas en la historia de la humanidad luchan y se aniquilan mutuamente: nada ha cambiado y el ser humano continúa siendo tan codicioso, maledicente, envidioso y sanguinario como en los tiempos bíblicos. ¿Llegará la era de un nuevo diluvio? La película no lo dice explícitamente, pero entre su poco velado ecologismo y los mentados cambios climáticos, la extrapolación es más que tentadora. Tal vez Aronofsky sea, a fin de cuentas, un apóstol en potencia.