Nine

Crítica de Diego Brodersen - Página 12

Fellini se debe estar revolviendo en su tumba

Pobre Fellini. Pobre cine. ¿Con qué necesidad? ¿Con qué derecho? Cavilaciones y preguntas que surgen ante las tortuosas dos horas que propone Nine, una vida de pasión, nuevo musical de Rob Marshall que, como ocurriera años atrás con Chicago, vuelve a trasponer las coreografías de Broadway a la pantalla grande. En este caso, se trata de la obra homónima estrenada en los años ’80 y que, con Raul Juliá en el rol protagónico, resultara ganadora de varios premios Tony. Tanto la pieza original como el film se basan libremente en 8 ½, cumbre de la modernidad en la obra de Federico Fellini, aunque aparezcan aquí y allá detalles que remiten a otros largometrajes del maestro italiano. En otras palabras, Nine narra la historia de un cineasta en pleno bloqueo creativo, al tiempo que expone sus miserias afectivas, particularmente aquellas que involucran a las mujeres de su vida, llámense éstas esposa, amante, madre o vedette. Pero si en 8 ½ su creador lograba plasmar en pantalla una pesadilla autobiográfica sublimada por el poder del cine, el medio punto necesario para llegar a este “nueve” no hace más que restar y restar y restar.

Poco importa el aporte de grandes estrellas como Daniel Day-Lewis (el ególatra realizador Guido Contini), Penélope Cruz, Marion Cotillard, Nicole Kidman, Sophia Loren, Judi Dench y Kate Hudson. Tampoco el hecho de haber rodado una parte del film en los legendarios estudios Cinecittà, posible ámbito inspirador. Vaya uno a saber qué clase de recomendaciones, de haber existido, incluía la adaptación de Michael Tolkin y el de-saparecido Anthony Minghella. Lo cierto es que el aspecto más destacable en Nine es la impericia narrativa y el dudoso gusto estético del realizador Rob Marshall, quien confunde ritmo con acumulación y desea hacer pasar por kitsch lo que en buen criollo suele llamarse grasada.

Los números musicales nunca se sienten integrados al resto del film, más bien lo contrario: parecen pegoteados con alguna cola de mala calidad; pero incluso tomados de manera independiente solo pueden ser descriptos como perezosos acercamientos a un arte cinematográfico que hoy parece perdido para siempre. Marshall plantea la puesta en escena tomando el proscenio teatral como punto de partida, trasladando la cámara constantemente hacia los costados y disponiendo objetos diversos (elementos de utilería, paneles de escenografía) entre la cámara y los bailarines para lograr la impresión de movimiento, olvidando por completo que existe algo llamado “espacio cinematográfico”.

Los momentos no musicales no elevan precisamente el promedio y están construidos en base al más básico de los artificios: aquel que descree de la inteligencia del espectador y se arropa en la más absoluta de las simplificaciones. Y si bien, seguramente, no sea otra cosa que un resabio de la obra original, resulta bastante molesto escuchar hablar a los personajes en un inglés con fuerte acento italiano. Pero todo en Nine es así, chabacano y simplón, más cerca del ridículo que del escarnio. No por nada, en el que quizás sea el momento más vergonzoso de la película, la letra de la canción le hace decir a Kate Hudson una paparruchada sobre el “neorrealismo”. Que Cesare Zavattini los perdone.