Ni héroe ni traidor

Crítica de Gaspar Zimerman - Clarín

El cine nacional mostró el durante y el después de la guerra de Malvinas (Los chicos de la guerra, Iluminados por el fuego); tuvo en QTH una fantasía sobre la perspectiva de los movilizados sin intervenir directamente en el conflicto; y, en Teatro de guerra, el detrás de escena de un biodrama protagonizado por excombatientes de ambos bandos. Ni héroe ni traidor pone el foco en otro aspecto de esa tragedia nacional: los días posteriores al 2 de abril, cuando los jóvenes recién salidos del servicio militar recibían el telegrama que los convocaba a presentarse para combatir.

La jugada de Galtieri sorprende a cuatro veinteañeros amigos viviendo los últimos estertores de su adolescencia tardía en una ciudad chica de la provincia de Buenos Aires. A través de sus reacciones y las de sus familias ante el estallido de la guerra, Nicolás Savignone -que, además de cineasta, es médico psiquiatra- reconstruye el espíritu de una época de la Argentina. A la manera de películas como Rojo, La larga noche de Francisco Sanctis o Infancia clandestina, indaga en nuestro pasado reciente a través de un drama familiar, jugando con el peso del contexto histórico sobre la intimidad.

Del triunfalismo a la incertidumbre y de ahí al miedo: los personajes recorren todo el arco de emociones de aquellos días. “Alguien tiene que ir” es la frase clave, que marca la complicidad de una mayoría silenciosa -o directamente eufórica- con la aventura bélica. Pero además de mostrar el comportamiento de gran parte de la sociedad en torno a Malvinas, Ni héroe ni traidor también registra la dinámica de las relaciones interpersonales en aquella época.

El vínculo entre algunos de esos amigos está marcado por lo que hoy se conoce como “masculinidad tóxica”, que parece recargarse y aflorar con el estallido de la guerra. Y que se reproduce en la tirante relación entre Matías (Juan Grandinetti) y su padre (Rafael Spregelburd): está muy lograda esa paternidad a la antigua, donde la severidad se imponía al cariño y el rol conciliador quedaba a cargo de la madre (Inés Estévez), la única habilitada para expresar sus sentimientos. Sólo una situación límite puede resquebrajar ese muro afectivo.