Néstor Kirchner, la película

Crítica de Edgardo Moreno - La Voz del Interior

Un asunto de familia

Un filme documental infiel a la personalidad real de Néstor Kirchner. Aferrado sin pliegues a la construcción de una imagen mítica, montado sobre recortes insulares de una praxis histórica. Néstor Kirchner, la película no tiene otra aspiración que el aporte a la narrativa de un poder actual.

La tesina estudiantil de Paula de Luque, pese a someterse a ese objetivo tan instrumental y módico, tampoco alcanza a verificarse como la herramienta que imaginó. Aún el denostado género de la propaganda, puesto en cine, demanda algo más que la voluntad militante.

Esta defección proviene no sólo de la reconstrucción conceptual de un Kirchner que no fue, sino también del tono estepario y opresivo con el cual se pretende concretar la beatificación. Sólo en momentos esporádicos el relato se asoma a la mínima tensión dramática esperable.

La secuencia de los cuadros de los dictadores descolgados en el corazón del poder militar, impone al espectador la percepción del tipo de acontecimientos que abren una cisura histórica. Pero la narración viene propuesta con una introducción de Máximo Kirch­ner, cuyo balbuceo no puede estar más lejos de esa altura. A partir de allí, quedará en evidencia que De Luque prefirió que la lectura histórica se reduzca a la comodidad del álbum familiar. Un lugar donde lo más genuino que aparece es el testimonio de la madre de Néstor. Breve y sincero, conmueve más que los kilómetros de soledad patagónica matizados con música incidental.

En el collage de súper 8 la albacea del legado ideológico ha borrado del testamento a otros protagonistas reales. Así, el momento de la muerte será un fundido entre la imagen del militante Mariano Ferreyra y el militante Néstor Kirchner, aunque los datos más cercanos refieran que, esa noche fatídica, habló más bien con Hugo Moyano y cenó con Lázaro Báez.

Hay, de todos modos, algún aporte real. Un Máximo inesperado revela el pensamiento que le reservó su padre a los opositores de toda laya, en la noche del Bicentenario: "Los quebramos culturalmente, ahora hay que avanzar". Hablaba de otros argentinos. En esos muy patrióticos festejos.

De no mediar ese aporte al registro histórico, el observador permanecería seducido por la poesía que declama el expresidente: "Quisiera que me recuerden porque canalicé su amor".

Ese es el tono: esta vez Gustavo Santaolalla le ha puesto violines al Santo de la Espada.

Al inicio del documental, la mirada de unos cinco testigos populares, que refieren los milagros sucedidos, se dirige a la cámara. Cuentan cómo eran oprimidos, hasta que el poder los transformó en empleados públicos. Una auténtica redención. Al final, esos rostros dolientes atienden el eco de una voz que declara la epifanía china: "Que florezcan las mil flores".

Dientes de león. Panaderos que al soplido de los vientos sureños se elevan como la plumita terminal de Forrest Gump. Hasta un cielo plomizo donde una luz estalla. Los rostros observan, extasiados.

A esta altura, Paula De Luque ya ensaya El Rey León. Y obtiene otro capítulo de La República Perdida.