Néstor Kirchner, la película

Crítica de David Obarrio - Cinemarama

Estampitas

Néstor Kirchner… no es una película de propaganda sobre las presuntas bondades del gobierno de Néstor Kirchner. Es decir, ni siquiera funciona de ese modo: Néstor Kirchner, la película, se dirige a los convencidos, aquellos a los que no hay que ir a buscar a ningún lado porque hace rato que ya están ahí, con su catecismo rigurosamente aprendido, su verdad que no necesita ser refrendada por una película. Néstor Kirchner…, el fantasma del ex presidente, esta idea de consenso entre los creyentes que es la película, les habla a los conversos, a los militantes inveterados, que no precisan que se les explique nada, ni pretenden entender nada tampoco. En ese sentido, Néstor Kirchner… no es un artefacto de guerra. No pelea. Ni se dedica a defender posición alguna, básicamente porque no tiene argumentos para ofrecer (ni los quiere). En realidad solo se habla a sí misma. Y después, como un eco de los propios pensamientos, vuelve la vista hacia su círculo íntimo, a la matriz de los soldados, al corazón de las tinieblas, a ese rincón donde trabaja, sin parar, la máquina de producir feligreses.

De Luque utiliza un dispensario escaso de recursos para su proyecto, más que nada imágenes de archivo y un puñado no muy numeroso de personas que hablan delante de cámara. Los fragmentos en Súper 8 de Néstor y Cristina de jóvenes, que pretenden certificar una temprana vida de militancia, son los mismos que se repiten desde hace rato en los programas oficialistas. Las imágenes que establecen el contexto del cual, supuestamente, serían hijos dilectos los dos futuros presidentes representan un muestrario de lugares comunes que incluye Vietnam, el rock, Cámpora, los pantalones Oxford y los dedos en V. En la película hay pocas variantes narrativas, pero además el uso que hace de ellas la directora es siempre de una torpeza manifiesta. Los contraplanos de Bush bostezando o tocándose la nariz en la Cumbre de Mar Del Plata del año 2005 mientras habla Néstor parece como si pertenecieran a otra escena y estuvieran mal pegados. Un fundido encadenado con imágenes de vías de tren, unos pocos segundos de la cara de Mariano Ferreyra en la foto que difundieron los medios y, enseguida, una serie de planos de la gente asistiendo al velorio de Néstor producen una idea incomprensible acerca de la muerte del mandatario. Los desatinados arrebatos poéticos de De Luque legitiman el costado irreflexivo de la película e impulsan la empatía exclusivamente por la vía afectiva.

Algunas de las personas que hablan aparecen en cámara, otras no. No se sabe por qué no se les ve la cara a Emilio Del Guercio, Larroque, Liliana Mazure o el Chino Navarro, todas voces que no funcionan como discurso de autoridad, ya que si uno no acierta a reconocerlas de memoria, no se entiende por qué razón dicen lo que dicen ni para qué están allí. En la película no hay carteles que aclaren nada, ni que indiquen lugares ni fechas; todo fluye y se encadena como un sueño o una fantasía oficial. Después de mostrar las protestas de diciembre del 2001 –esas imágenes terribles y archisabidas en Plaza de Mayo, poetizadas otra vez sin fortuna por De Luque, que parece ofrecer el ralenti como condición sinequanon del tratamiento “artístico” del plano, y que hace que un papel arrastrado por el piso emita el sonido de una tela rasgándose y los palazos de la policía parezcan trompadas salidas de las películas de Rocky– sin transición alguna surge Néstor, como una figura milagrosa, sin ataduras coyunturales ni pasado inmediato: es el hombre que se entrega a la muchedumbre, la manifestación del toque providencial. La manipulación del tiempo que hace De Luque le proporciona a la película la armonía de los detalles que la historia con mayúsculas podría negarle. El montaje sanciona la tasa de efectividad del relato, revalida el dogma y establece el control emotivo de la narración como garante único de una verdad que ya se traía de antemano.

Néstor Kirchner… tiene un leit motiv visual: una toma subjetiva desde adentro de un auto que avanza, sin sonido pero con música de fondo, por una ruta en medio del paisaje desértico, presumiblemente de la provincia de Santa Cruz. Esos momentos que funcionan para unir muchas de las secuencias de la película parecen especialmente segmentos de publicidad, una zona surcada por el énfasis de la emoción pura: Néstor se encamina hacia la salvación de los argentinos, a fundirse luego con la gente que lo quiere tocar, lo aprieta, le muestra lágrimas salidas desde un fondo de desesperación que se transforma, es de esperar, en gratitud. La película es sentimental de un modo casi inconcebible. Ni Leonardo Favio llegó tan lejos en ese terreno: sus héroes eran siempre tremendamente ambiguos, llenos de debilidades y grietas, y cuando por fin decidió dedicarse a su héroe principal con Perón, sinfonía del sentimiento, su propio padre de la patria, Favio se consideró en la obligación de que su monumental película operara, también, como ámbito de doctrina, se ocupó de ofrecer teoría aunque fuera fragmentaria e incompleta, de dar cifras, breves apuntes de filosofía política para explicar por qué Perón merecía el tributo de una película semejante. Néstor Kirchner… apela de manera directa a la ideología de su espectador ideal, entendida esta como una serie de placas cristalizadas en su cerebro, de ideas arraigadas que lo único que esperan es que se las reafirme y celebre: Néstor Kirchner… es menos una película que una operación de autoindulgencia, que emite señales hacia y desde la cabeza de ese espectador en un mismo movimiento, no solo porque se lo incluye en un abrazo común de ideales compartidos sino porque, en el esquema planteado, película y espectador, esta vez, son la misma cosa. Néstor Kirchner… canta loas a ese equívoco denominado militancia, ese territorio en el que lo que está prohibido, sobre todo, es pensar. No se piensa porque lo único que se puede hacer es sentirse en comunión con las propias convicciones, cuyo destino es el de ser representadas, repetidas y reafirmadas en un circuito de virtud candorosamente asumida.

Néstor Kirchner… brinda una serie de enemigos bastante obvia, acorde con la idea militante que impulsa la película, pero lo hace de manera vaporosa y poco confrontativa. Mientras los ruralistas se comparan con Videla por contigüidad de montaje, las tapas de Clarín cuestionan al gobierno y se ponen del lado del campo. Clarín es el único diario que ocupa el de opositor en Néstor Kirchner… (o el papel de “contrera”, como se decía antes), probablemente porque, con la cercanía de su fecha de estreno con el llamado 7D, no viene mal machacar un poco en esa dirección. Pero en realidad el acento está puesto en otra parte, la película parece pensada, más bien, como un canto de amor devocional entre Néstor y sus seguidores. Los detractores del ex presidente tendrán que esperar otra película para verse aludidos. Los protagonistas en esta oportunidad son los fans de Néstor, los fanáticos a los que se les abrevia y suaviza el nombre. Paula de Luque es fan, el Chino Navarro también es fan. Aquellos que en la película dan su testimonio acerca de cómo se vieron beneficiados por Néstor son fans. Néstor Kirchner… evita la pedagogía, no enseña, no esclarece, no ilumina nada, no plantea problemas ni exhibe dudas, pero se entrega a un didactismo sentimental alentado por la obstinada idea de la correspondencia en un nivel superior entre el dirigente político desaparecido y sus partidarios. Al final, mediante el trámite de una metáfora cursi, se afirma la supervivencia del ideario de Néstor, cuya figura aparentemente se multiplica en una lluvia de panaderos digitales: la música de Santaolalla parece alcanzar un pico de éxtasis, los panaderos flotan brevemente y van a descender sobre los rostros de aquellos que contaron sus experiencias acerca de cómo Néstor los ayudó en forma personal. La película sobre Néstor Kirchner es como una vida de santos. Cada plano en el que aparece el ex presidente adquiere el valor de una estampita, un recordatorio prodigioso de su paso por el mundo. Para la película de De Luque, la política es el procedimiento mediante el cual se nos exhorta a creer contra toda evidencia.