Nebraska

Crítica de Jonathan Santucho - Loco x el Cine

Molinos de viento.

En un subgénero tan cerrado, conocido y probado como el de la road movie, existen pocos que sepan expandirse como Alexander Payne. Tras satirizar las polémicas del aborto y las campañas políticas durante los años noventa en Citizen Ruth y La Elección, respectivamente, la llamada al camino de las rutas lo llevó a ejercitar la velocidad de su fluidez entre comedia y drama, creando, con obras como Las Confesiones del Señor Schmidt, Entre Copas y Los Descendientes, su imagen de intimista a la pequeña vida estadounidense. Ahora, con su nuevo film nominado a seis Oscars (Película, Director, Actor Principal, Actor Principal, Actriz Secundaria, Guión Original y Cinematografía), Nebraska (2013), él vuelve a su hogar natal, echando una mirada agridulce a una tierra olvidada.

Woody Grant (Bruce Dern) ganó un millón de dólares. O eso cree. Aunque toda su familia en Billings le dice que no, que es una simple estafa para que él compre revistas, el anciano se cuelga a la esperanza del sobre que cayó en sus manos, y sale caminando en el viaje de 1.366 kilómetros a Lincoln, Nebraska para reclamar su premio. No es difícil entender su situación; con los huesos desgastados y la demencia ingresando a su vida, el temor a la fatalidad le llega rápido, como la cadena de hechos que lo devuelve para encontrarse con su hijo menor, David (el ex-SNL Will Forte, en una cuidada performance callada), quien tampoco pasa por un buen momento. Dejado por su novia y estancado en la confusión de la mediana edad, el cuarentón mira a su desgastado padre con una mezcla de pena y rencor por una relación arruinada por el alcohol y el mal temperamento. Buscando pasar tiempo, la fantasía de su progenitor le da la excusa perfecta para acompañarlo, y se ofrece a llevarlo a su invisible fortuna.

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Tras esa introducción, Payne (en su primera película no escrita por él o por su colaborador Jim Taylor, sino por el guionista Bob Nelson) agita la mezcla habitual cuando una serie de maltrechos fuerza a los familiares a detener la travesía y descansar en Hawthorne, el pueblo donde Woody creció. Al ver la locación, una comunidad rural de quizás treinta manzanas que parece morir lentamente tras quedar encerrada en el ayer, se revela la verdadera razón por la cual la producción fue filmada en ese monumental blanco y negro. Claro que ese callado lugar queda revolucionado con las falsas noticias de la suerte de Woody, quien en instantes se vuelve sujeto de admiración, felicitaciones, y la usual llegada de los buitres, en un fin de semana por el cual David descubrirá la verdad sobre (quien está dejando de ser) su padre.

Repitiendo temas habituales de su filmografía (familia, la naturaleza del tiempo, la tentación del dinero), Alexander aprovecha la historia para dar el retrato definitivo de la tierra de su niñez, vapuleada por una sociedad que la ignoró. Aunque su visión podría haberse ido fácilmente a la crítica como en ese pequeño infierno texano que Peter Bogdanovich plasmó tan bien en La Última Película, el director de 53 años logra darle algo de calidez al decaimiento y la desesperación, generando humanidad incluso en basuras de carne y hueso como Ed Pegram (Stacy Keach, eterno actor secundario que ahora ilumina), un aprovechado conocido de Woody que detiene sus maquinaciones para sacar dinero para cantar algo de Elvis Presley en el karaoke.

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Pero sin dudas, el centro del apasionado pedido de Payne queda en la forma de Dern, otro perpetuo actor de fondo que ahora tiene su chance de brillar, y que la aprovecha en cada forma posible (no por nada se llevó el premio a Mejor Actor en Cannes). Hecho una sombra de sí mismo, atrapado por los engaños y la cerveza, bailando en cada segundo entre la coherencia y el olvido, y sabiendo que no tiene mucho por delante, su Woody Grant es un Don Quijote de nuestros tiempos, tan patético como cercano, pero con una dedicación admirable.

La prueba definitiva de su mortal golpe a nuestros sentidos es cuando su historia lo arrastra a los pocos dolores de su vida que recuerda, como prueba una visita a un cementerio con su hijo y su esposa, Kate (June Squibb, la bomba humorística del film, en una excelente entrega de comentarios mordaces y corazón). Al mismo tiempo que ella lanza la historia de aquellos que ya no están en este mundo y aprovecha para presumir sus dotes de la juventud (en más formas de lo imaginado), Woody se hace un fantasma, y muestra sin palabras toda la pena que un hombre puede contener. Este momento, otra evidencia del balance demencial de drama y risas por Payne, hace que uno estire el alcance de sus ojos a más no poder, porque uno quiere ver cada segundo de esa gente, tan palpable en su pequeña existencia. Esta es vida, que como ese pueblo armonizado en la nostalgia de Mark Orton, sólo se disfruta por ese instante caprichoso nuestro.