Nebraska

Crítica de Amadeo Lukas - Revista Veintitrés

Padre e hijo

A veces el cine ofrece joyas resplandecientes –por más que no estemos ante un film particularmente luminoso– y entrañables –por más que los sentimientos afloren a cuentagotas– como Nebraska. Con esta obra extraordinaria pero a la vez sencilla y austera, inocultablemente local pero de aliento universal, el cineasta Alexander Payne se coloca en un lugar referencial de la cinematografía mundial, luego de ofrecer títulos valiosos como la formidable Entre copas y la interesante pero algo sobrevalorada Los descendientes. Con indudables reminiscencias de Una historia sencilla de David Lynch, por su tratamiento formal y narrativo, Payne alcanza con esta pieza niveles sublimes tanto en el plano expresivo como en el dramático y emocional. E internándose en terrenos en los que la comedia y la parodia también se suman a los variados estímulos artísticos propuestos.

Una película cuyo ramillete de nominaciones de la Academia, merecidas pero que no revalorizan especialmente a un film que no parece estar concebido con ese propósito, posee claros componentes que la podrían ubicar dentro del subgénero de la road-movie. Pero Nebraska es mucho más que eso. A través del disparador de un hombre mayor y arrasado por el alcohol que pretende retirar un premio que una tramposa carta le promete, se pondrá en marcha una regocijante y a la vez melancólica aventura caminera de padre e hijo, con otros sustanciosos personajes que irán interviniendo. El paso del tiempo, la incomunicación y la avaricia familiar son temáticas que Payne aborda con una extraña mezcla de distanciamiento y profundidad. La excepcional fotografía en blanco y negro fortalece aún más el factor dramático de interpretaciones tan verosímiles como soberbias de Bruce Dern, June Squibb y Will Forte. Y una bellísima banda sonora realza el poder de los paisajes y las criaturas que los habitan.