Nadie vive

Crítica de Gaspar Zimerman - Clarín

Psicópata americano

Una rubia corriendo descalza por un bosque, a grito pelado. Pisa unos vidrios, se corta y aúlla más. Sigue corriendo y, cuando parece que va a salvarse, que va a llegar a esa ruta por la que pasa un camión, ¡zas! Pisa una trampa y queda colgada cabeza abajo. Más gritos.

La secuencia inicial de Nadie vive anticipa lo que veremos a continuación: una típica película clase B -y esto no es un juicio de valor, sino mera descripción-, con las características fundamentales del cine gore. A saber: sangre a mares, cuerpos mutilados y excesos macabros que pueden causar asco o gracia, según el estómago del espectador (por suerte, aquí no hay torturas).

Para completar el panorama de elementos clásicos del terror, casi todo transcurre de noche, en una cabaña en el bosque y en un motel, con un psicópata que va eliminando a sus víctimas una a una, en un intento por cumplir lo que anticipa el título de la película. Y también hay una suerte de homenaje a la escena de la ducha de Psicosis.

Hay, sí, una sorpresa, que no adelantaremos demasiado: sólo diremos que en cierto momento nos enteramos de que el villano no es quien estábamos esperando. Este hombre es una suerte de súper asesino: cuenta con todo tipo de chiches para matar y hacer maldades, sabe pelear cuerpo a cuerpo como pocos y comparte con maestros de la achura como Jason y Michael Myers la cualidad de aparente indestructibilidad. Aunque en realidad está lejos de ellos, porque este tipo tiene sentimientos: es romántico y consciente de su psicopatía.

Las actuaciones conspiran contra la película: son todas bastante flojas, incluyendo las de los protagonistas, el galés Luke Evans (un falso Orlando Bloom) y la australiana Adelaide Clemens (una falsa Michelle Williams). Eso, más que todos los lugares comunes, es lo que termina de tirar para abajo a Nadie vive, pero no sería extraño que hubiera una Nadie vive 2.