Mujer lobo

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

El sexo fuerte

En Mujer lobo se coge por todo lo que no se había cogido hasta la fecha en el cine argentino. Y se coge fuerte, a lo bestia, con juegos y con violencia, con brutalidad. Tamae Garateguy prueba ángulos, experimenta con planos largos y se divierte engrosando el lánguido catálogo local de perversiones sexuales. En definitiva, Mujer lobo no es otra cosa que un dispositivo diseñado y calibrado para soportar unas dosis monstruosas de sexo y de muerte, como si a uno siempre, fatalmente le siguiera el otro. La protagonista es una y tres a la vez, como en Mala pero también como en Ese oscuro objeto de deseo (vamos, que la idea del personaje escindido ya estaba inventada antes de Caetano), solo que acá la historia no trata sobre ninguna venganza sino de una asesina implacable que, un poco como en La mujer pantera, nunca deja del todo en evidencia su costado animal. La cacería de la serial killer y sus incursiones en el subte son acompañadas por una robusta banda de sonido, rica en influencias punk y rockeras. No es casual que uno de los crímenes ocurra después de un recital y que la víctima sea un carismático líder de banda; la directora filma con un nervio impresionante el show y la performance desaforada de Guillermo Pfenning, solo para pasar al encuentro con la protagonista después y lograr una de las escenas de sexo más vitales, adultas y libres de todo el cine argentino. No se puede hacer una película sobre la carne, sobre una mujer que devora a sus víctimas, y al mismo tiempo no exhibirla en toda su plenitud, por eso es que Mujer lobo tiene tantos desnudos y se le confiere una importancia descomunal al cuerpo (y no se trata solo del cuerpo de la mujer: la imagen de las tetas gigantes de Luján Ariza dialoga en espejo con el primerísimo primer plano de las nalgas de Pfenning).

El nervio que consigue Tamae Garateguy se siente en cada plano, tanto que, a pesar de tratarse de un acercamiento al cine de género, la película desdeña rápidamente los cuerpos destrozados que suelen concentrar la mirada en el terror y el gore: es que la directora, como su protagonista, pareciera interesarse solo por aquello que está vivo, que todavía late y es capaz de convocar el deseo; una vez extinguida esa chispa, la película deja tiradas a las víctimas y se ocupa nuevamente de seguir el movimiento perpetuo de la asesina (interpretada mayormente por Mónica Lairana, que hace un papel extrañamente similar en Las amigas de Paulo Pécora, también proyectada en este Bafici) o la pesquisa del policía que le pisa los talones. Garateguy coquetea con la clase B y el bajo presupuesto pero muestra un grado de sofisticación visual ajeno a ese tipo de producciones: la escena en la casa del policía está filmada casi en su totalidad en un único plano que permite mirar sin restricciones a los dos personajes y las distintas reacciones que tiene uno para con el otro. Si algunas escenas exhiben una pátina de desprolijidad, se trata siempre de una búsqueda de exceso y desborde y no de una falta de pulso, y eso vale tanto para el pistolón que se desenfunda de un momento a otro como para la lluvia de semen notablemente artificial que recibe contra su voluntad la asesina.

La madurez con que la película se permite filmar el sexo, siempre con un compromiso notable y sin necesidad de reírse de sí misma o de autoparodiarse (es decir, sin recurrir a esa risita nerviosa de mucho cine que se quiere provocador pero que se sonroja frente a un desnudo) es equiparable a la libertad que se le otorga al ojo a la hora de observar: Mujer lobo nos convierte en voyeurs condenados a contemplar un acto trágico en el que el placer siempre acaba en una explosión de sangre y espanto; uno sabe lo que viene, pero igual no puede dejar de mirar.