Muerte en Buenos Aires

Crítica de Martín Escribano - ArteZeta

A BRILLAR MI AMOR

“El whodunit (quiénlohizo) suscita una curiosidad desprovista de emoción y las emociones son un ingrediente necesario del suspense”. Se lo dijo Hitchcock a Truffaut en 1962 para dejar en claro que un policial no puede sostenerse en la pregunta por el culpable.

“Muerte en Buenos Aires” es un policial. O al menos intenta serlo. Durante el gobierno de Alfonsín un hombre de la clase alta aparece muerto en su departamento de Recoleta. El inspector Chávez (Bichir) quedará a cargo de la investigación del homicidio y deberá lidiar con el joven y apuesto Gómez (Darín), policía novato que insiste en ayudar a encontrar al criminal. La primera hipótesis apunta a un taxiboy y por eso Gómez será utilizado como carnada para adentrarse en el circuito gay porteño.

La película arranca con un primer plano sostenido del “Chino” Darín, el que funcionará como un aviso de lo que vendrá: la búsqueda por fascinar. La proliferación de pósters y carteles que pueblan nuestra ciudad funcionan como síntoma de una película amparada en su ostentosa producción y que propone un cine solo para los ojos. Será por eso que castearon al oscarizado Damián Bichir, mexicano, para ponerlo a hablar en argentino, o que apelaron al nombre de Luisa Kuliok para encarnar un personaje que jamás pronuncia una palabra.

Un guión forzado hasta lo insólito (la escena de la suelta de caballos por Diagonal Sur es el pináculo de lo artificial), y planos destinados meramente a exhibir el culo y los abdominales de tal o cual personaje, logran que el espectador no solo quede a la deriva sino que tampoco pueda identificarse con el protagonista (que, por cierto, ¿quién es?).

El final trae consigo la respuesta al quiénlohizo y la revelación es apenas un dato. La que nunca llega es esa emoción tan necesaria de la que hablaba Hitchcock, que de contar historias sabía y mucho.