Muerte en Buenos Aires

Crítica de David Obarrio - Cinemarama

Todos se llaman Kevin

Hay películas que nacen condenadas. Empujadas al descrédito, al escarnio o al ridículo, incluso al odio. Muerte en Buenos Aires es el blanco perfecto para un destino semejante –la clase de presa que parece estar esperando dócilmente ser despedazada– pero es también, con un impulso por lo menos desvergonzado, la que logra escabullirse de él: porque se desentiende de sus enemigos, porque no le importan, porque no les teme, porque sus objeciones no le conciernen. En la primera escena de la película un joven con uniforme de policía se yergue delante de cámara, ocupando casi la totalidad del plano; enseguida el personaje se mueve hacia un costado y deja ver, como en un pase mágico, una cama sobre la que yace el cuerpo ensangrentado de un hombre. Ese joven vestido de policía va entonces hacia el equipo de música, busca entre los discos de vinilo(la mano recorre una pila de discos y descarta Vasos y Besos, de Los Abuelos de la nada) y coloca en la bandeja uno cuya tapa está atravesada en letras grandes por la palabra Splendido. En cuanto empieza a sonar la música –una versión en castellano del clásico del pop italiano de los ochenta Splendido splendente– el policía se pone a bailar delante del cadáver. Son los primeros segundos de película y nos enfrentamos a una pregunta obligada, que formulamos en la oscuridad de la sala con una sonrisa solitaria de incredulidad en la cara: ¿Estamos ante un despropósito encantador o solo nos parece? Empieza una investigación por asesinato. El muerto es un personaje de peso, un miembro destacado de la alta sociedad porteña. El oficial a cargo (Demián Bichir) hace algunas preguntas y obtiene un nombre: Kevin. El nombre es una pista que lo conduce a su vez a un boliche gay: “Acá todos se llaman Kevin”, le dice el encargado del lugar al policía. La ambigüedad recorre de punta a punta una película cuyo tema es el misterio de la identidad en un sentido casi metafísico.

Muerte en Buenos Aires hace gala de un humor zumbón que atraviesa cada escena como si fuera un salvoconducto para sortear con gracia el carácter endeble y siempre disparatado de la trama. La película desafía desde su inicio a los espectadores que esperan ver un policial de “buena factura” (sintagma odioso), guionado con habilidad y eficiencia, una narración bien reticulada y ensamblada y el efecto tranquilizante que se deriva con naturalidad de un horizonte de expectativas perfectamente calibrado (el género). Si es verdad que toda película policial que se precie tiene en su haber una muerte, del mismo modo que cuenta con una investigación, una incógnita y una moral más o menos discernible. Muerte en Buenos Aires es un perro verde, una rareza sin rumbo aparente, que carece de ambición para ser un policial como Dios y el género mandan pero no tiene, tampoco, la astucia necesaria como para ser su opuesto: es decir, una parodia, una variante en clave irónica. En lugar de todo eso, la película parece ensayar otra cosa muy diferente, una curiosidad a la altura de su desparpajo: una comedia lacónica montada sobre una idea de los años ochenta en la Argentina, más precisamente en Buenos Aires. ¿Qué incluye esa idea entre sus señas principales? Incluye cocaína, destape sexual e instituciones corrompidas; sobre todo incluye jolgorio, música y mucha noche (la película está filmada casi toda de noche, seguramente por una cuestión de producción pero que al final resulta muy oportuna). Como si fuera un despliegue de hits acerca de eso tiempo retratado, reconstituidos y actualizados desde el presente, la película presenta un asesinato que involucra la actividad “licenciosa” oculta de las clases altas, muestra la venalidad de la justicia, la ambigüedad moral de la policía; establece la sensación, con una alegría feroz no disimulada, de que todo se trastoca y de que todo es posible, básicamente porque esa ebullición tiene lugar en un mundo nuevo, un edén en sus años de juventud. Pero lo que resulta sorprendente en todo momento en la película es el tono: desapegado, casi sigiloso, diseñado para que los personajes sean observados desde la distancia más que para que nos involucremos con ellos desde cerca. El uso de un estupendo cover del tema de Virus ¿Qué hago en Manila? cuando el comisario recorre las calles de la ciudad de noche destila ráfagas de un lirismo seco e inesperado. En la escena en la que el Chino Darín baja las escaleras mientras se oye de fondo la música del disco que acaba de dejar puesto en la habitación, envuelto en las luces imposibles (presuntamente de un patrullero estacionado frente al edificio) que dibujan círculos rojos a su alrededor, podemos captar tempranamente esa actitud ligera y desmelenada de la película, su marca de fábrica más distintiva y acaso también la más disfrutable. Muerte en Buenos Aires no es “bizarra”, no pide ser aceptada con la excusa de que está mal hecha a propósito y por ello divierte; ni tampoco es una película que salió mal y resulta redimida a causa de la ingenuidad grotesca en la exhibición de sus defectos. En cambio es una película extraña, desprejuiciada e insospechadamente libre. Para Muerte en Buenos Aires el ridículo es una pasión desconocida.