Mudbound: El color de la guerra

Crítica de Fernando Caruso - Leedor.com

Mucho barro y poca sangre

No hay ningún tópico novedoso o revelador dentro de los elementos puestos en representación en Mudbound. Las vicisitudes económicas y climáticas del mundo algodonero de Estados Unidos ya fueron referenciadas en el cine vernáculo, como así también las tensiones raciales latentes post abolición de la esclavitud o la ausencia de los soldados de su tierra y la dificultosa reinserción tras su retorno. Tampoco lo es su clave melodrámatica que acompaña el devenir generacional de esa sociedad (que puede remontarse a Lo que el viento se llevó o Douglas Sirk), en este caso pre y post WWII. ¿Qué ofrece entonces Mudbound? Sin abandonar su espíritu novelesco se nos presenta un relato anclado en el pasado, donde a lo Pedro Parámo confluyen (y se interrumpen) las voces de personajes heterogéneos de manera indirecta. Mudbound no tiene protagonistas excluyentes pero tampoco descansa en un narrador omnisciente; la película oscila entre el punto de vista en primera persona de diferentes personajes y utiliza la voz en off no como subrayado de lo ilustrado visualmente (aunque a veces sí lo hace), sino como nexo articulador de diferentes secuencias.

De esta manera, durante gran parte de su desarrollo, Mudbound adopta la conversión de una novela histórica, escapando de los tres típicos procedimientos narrativos como son, a saber, la objetividad de la crónica, la confesión en primera persona o la omnisciencia de una novela.

Jamie y Henry McAllan intentan infructuosamente enterrar a su padre en un pozo donde también yacen esclavos, ante lo cual, Henry, al divisar la carroza en la que transitan Hap, su esposa Florence y todos sus hijos, les exige ayuda. Sin todavía saber por qué, Hap le contesta con una mirada furtiva. Laura, esposa de Henry, que observa esta situación, será el nexo que nos lleva al largo flashback que abarca casi la totalidad del metraje de Mudbound, hasta volver sobre el final a esta escena. Para ese momento ya sabremos cómo se conocieron Henry y Laura, quien lo conquistó tocando himnos en un piano de cola. También conoceremos a Jaime, el hermano galán y seductor de Henry –que agradará silenciosamente a Laura- que es llamado a las filas para el combate aéreo de la WWII. No menos importantes serán Hap y Florence, un matrimonio negro que junto con sus numerosos hijos son inquilinos de Laura y Henry en los acres de Mississipi. Hap es también es el orador de una iglesia derruida y también tiene un hijo, Rosell, que abandona su familia para concurrir a la guerra. Entre inundaciones y barro, ambas familias se irán relacionando, convirtiéndose Florence, tras salvar a las hijas del matrimonio blanco de una enfermedad, en su niñera y ama de casa. También conoceremos a Pappy McAllan, padre de Henry y Jamie, un hombre huraño y extremadamente racista –con vínculos con el Ku Klux Klan- que convivirá con ellos. Rosell y Jamie volverán de la guerra y entablarán una profunda amistad que les ocasionará problemas ante los ojos de un pueblo en donde los negros deben salir de los negocios por la puerta de atrás.

Así las cosas, la película desciende en una espiral brumosa donde el lodo es la expresión material de una intolerancia racial y social. ¿Existe algún personaje que pueda gozar de la permanencia de la felicidad? Ninguno. La calidez del hogar de Hap y Florence nunca puede ser prolongada; además de la resignación de aceptar ser menospreciados por su color de piel, deben subsistir en época de vacas flacas y, para colmo de males, un accidente laboral será una tara más. El amor de sus hijas no será suficiente para paliar la infelicidad doméstica que vive Laura; la superación de las convenciones pueblerinas por parte de Jaime solo serán comprendidas por Rosell y su botella de whisky.

De la misma manera que Dee Rees se atreve a intercalar voces en off (aun cuando no haya una correspondencia entre lo que se ve y el contenido y procedencia de la voz que susurra) también opera de modo similar con la música. Jazz y música góspel irrumpen para modificar el código de una escena e introducir la siguiente secuencia. Su efecto alucinante puede contrastar con la crudeza visual porque (casi) siempre Dee Rees preferirá narrar los acontecimientos en cursiva antes que en una subrayada letra capital. Lo que en 12 años de esclavitud se buscaba sellar a partir de latigazos, en Mudbound se enuncia con el lirismo romántico del barro y la lluvia. La respuesta es clara: el efecto poético de la segunda resulta ser mucho más potente e impactante que la documentación (y estilización) de la violencia de la primera.

El problema de Mudbound es que la acumulación de tramas y voces generan defectuosamente un bullicio ensordecedor que termina chirriando por su propia solemnidad. La pretensión de abarcar tanto el pasado en que Laura y Henry se conocen hasta las campañas bélicas de Romsel y Jamie sobrecargan el peso dramático de la película, que por momentos amenaza con derrumbarse. De un momento a otro, en su afán por cargar las tintas en el último acto hacia el clímax, Dee Rees abandona la pluralidad oral y cede ante un clasicismo que no le sienta tan bien. Por supuesto, no estamos ante el pulso maestro de John Ford y esta decisión le puede llevar a seguir el temerario camino tomado por Steve McQueen en 12 años de esclavitud, donde la crudeza de los hechos representados aplaca cualquier vuelo experimental o facultad alusiva del montaje.

El reparto no cuenta con grandes estrellas pero es acertado en casi todas sus líneas. El origen de la directora se evidencia en la bella representación de las relaciones hogareñas en el interior de la familia negra. Todos aportan corazón a su interpretación –imposible no conmoverse cuando Rosell retorna de la guerra- destacando Rob Morgan (Hap) y la nominada a actriz de reparto Mary J. Blige (Florence). La fragilidad de Carey Mulligan (Laura), el tormento interno de Garrett Hedlund (Jamie) y la malignidad de Jonathan Banks completan el podio interpretativo.

Por último cabe destacar el dato político y artístico que se desprende de la película. Rachel Morrison es la primera mujer nominada a Dirección de Fotografía en las 89 ediciones de los Óscars. Más allá de la elocuencia de semejante impugnación, de la que debería dedicarse un texto en profundidad, el trabajo de Morrison es impecable. Aprovechándose de la textura visual que le ofrecen los lentes anamórficos, donde los cambios de foco tienen un efecto expresivo, contrasta esta artificialidad visual con un naturalismo lumínico y una predominancia de la narración es espacios exteriores (rememorando, por momentos, al Almendros de Days of Heaven o la dupla Malick-Lubezki). Por cuestiones presupuestarias no pudo atenderse su deseo de utilizar material fílmico pero, lejos de la resignación, logró adaptar las cualidades que el fílmico le hubiera ofrecido y pasó a la historia del cine hollywoodense –meritoriamente por un lado, lamentable por el otro-

Más allá de ciertos excesos dramáticos y sobrecarga temática Mudbound es, según quien escribe, la mejor producción de largometraje que dio Netflix en años. Aunque no sea una hazaña muy grande, quizás sí lo es para la indiscriminada y masiva producción del monopolio rojo.