Moacir y yo

Crítica de Juan Pablo Cinelli - Página 12

"Moacir y yo", la entrañable despedida de un amigo a otro.

Cuarta y última entrega de la saga sobre el compositor y cantante brasileño Moacir Dos Santos, completa lo terminó siendo un encantador retrato cinematográfico.

La que el cineasta Tomás Lipgot fue construyendo en torno de la figura de Moacir Dos Santos es la más emotiva, sensible y tierna de las sagas del cine argentino, que con el estreno de Moacir y yo llega a su cuarta y última entrega. Esa afirmación no solo se justifica en el extraño encanto que poseía el personaje, un compositor y cantante brasileño al que el director conoció cuando realizaba su ópera prima, Fortalezas (2010), documental sobre personas encerradas en instituciones como cárceles u hospitales psiquiátricos. Por entonces Moacir estaba internado en el Borda debido a la fragilidad de su salud mental y su figura se destacó enseguida entre las de quienes dieron sus testimonios en aquella película.

Pero si bien es cierto que contar con un gran protagonista es indispensable para hacer una gran película, ese milagro no siempre ocurre. Es por eso que este encantador retrato cinematográfico de Moacir –que incluye a Moacir (2011) y Moacir III (2017), además de los dos títulos ya mencionadas— no hubiera sido posible sin la mirada atenta y cariñosa de Lipgot, para quién el cantante brasileño, fallecido en 2018, era mucho más que el protagonista de sus trabajos. Y aunque eso ya estaba claro en los tres anteriores que compartieron como personaje y director, queda confirmado a partir del material con el que Lipgot construyó Moacir y yo. Una película que es muchas cosas a la vez.

Por un lado, cumple con la función formal de cerrar la construcción del personaje que Lipgot venía realizando en las películas previas, poniéndole punto final a una saga que se fue generando ad hoc en torno al vínculo cada vez más intenso que unió a los dos artistas. Moacir y yo también puede ser vista como una especie de detrás de escena de los tres episodios previos, revelando fragmentos en los que director y personaje aparecen juntos en escena, captados de forma espontánea (a veces no tanto) durante los rodajes compartidos o en filmaciones domésticas.

Pero si hay algo que identifica a esta frente a las otras tres películas que Lipgot realizó en torno al cantante es su carácter elegíaco. Moacir y yo es la carta de despedida de un amigo a otro. Un intento de cerrar un duelo y empezar a transitar por un mundo que a partir de ahora estará signado por la ausencia, por los huecos que ha dejado el que se fue en la vida de quienes quedaron. O, por qué no, una declaración de amor escrita con imágenes que buscan anclar la memoria. Un esfuerzo por mantener vivo a Moacir para siempre, convirtiéndolo en inmortal. Que Lipgot se encuentre trabajando en una versión animada de Gilgamesh, el inmortal, historieta de Lucho Olivera y Robin Wood basada en el famoso poema épico sumerio, puede ser visto por lo menos como una agradable coincidencia.

Con esas imágenes el director rescata momentos de la intimidad que compartió con su amigo, en los que Moacir suele aparecer como un chico que consigue salirse con la suya gracias a su simpatía y en los que siempre termina cantando. Resulta especialmente simpática una escena tomada del rodaje de Moacir III, en la que el protagonista debe colocarse una corona mirando a cámara como quien está frente a un espejo. En off se escuchan las indicaciones con las que Lipgot va orientando la actuación del protagonista. Le pide que se coloque la corona despacio y que contemple su imagen. “¿Y qué le pasa a Moacir cuándo se pone la corona?”, pregunta el cineasta en busca de que su actor exprese alguna emoción particular con sus gestos. En lugar de eso, Moacir empieza a cantar su particular versión del bolero “Inolvidable”, obligando a Lipgot a interrumpir la acción para explicarle con paciencia que no puede cantar todo el tiempo, porque por cada canción que aparezca en la película habría que pagarle a Sadaic. La respuesta de Moacir es cantar otra canción, desarticulando al cineasta como un nene haría con su padre. De esa ternura está hecha Moacir y yo.