Moacir III

Crítica de Gaspar Zimerman - Clarín

Retrato de un loco adorable
Este documental muestra a un personaje tan querible como sorprendente.

Moacir III es la culminación de la Trilogía de la libertad, y si este es el primer acercamiento que se tiene al personaje del título, el gran protagonista de esta historia, enseguida surgirá el deseo de ver las otras dos películas en las que lo retrató Tomás Lipgot: Fortalezas (2010) y Moacir (2011). Porque Moacir Dos Santos es todo un hallazgo: personaje querible, inclasificable, adictivo, dan ganas de quedarse en su mundo de fantasía y dulzura por un largo rato.

Según se nos explica, en la década del ’80 Moacir dejó su Santos natal, en Brasil, y vino a la Argentina persiguiendo el sueño de ser cantante en la tierra de su admirado Carlos Gardel, pero cayó en la mala, tuvo que lavar coches para sobrevivir y terminó internado en el Borda. En el primer capítulo de la trilogía, Lipgot lo descubrió internado, y la suya era una historia más entre las de otros seres encerrados; en el segundo, ya fuera del manicomio, le dio el protagonismo y lo mostró grabando un disco de canciones propias junto a Sergio Pángaro. Ahora se los ve a Moacir y al propio Lipgot en el proceso de escribir y filmar una película que mezcle ficción con la biografía del brasileño.

“La vida es una fantasía y nosotros tenemos que saber cómo disfrutarla”, dice Moacir, y con esta premisa va planteando las distintas escenas de su filme. La mayoría de ellas, bizarras, empalagosas, grandilocuentes o pobremente actuadas, pero la presencia de este mulato con pelucas absurdas las tiñe de una indescriptible magia. Entre una y otra, va contando fragmentos de su vida, reales o imaginarios: nunca lo sabremos.

La fascinación de verlo en acción es el motor que lleva esta extraña película dentro de otra adelante. En diferentes manos, esta criatura podría haberse prestado para la burla o la condescendencia, pero Lipgot lo trata con el tono justo, tan respetuoso como cómplice. Y, así, cumple con el deseo de ese duende de ojos transparentes: “Yo hago el ridículo, pero quiero que respeten mi arte”.