Misterios de Lisboa

Crítica de Paraná Sendrós - Ámbito Financiero

El folletín, resignificado por el maestro Raúl Ruiz

"Esta avalancha, esta catarata de humillaciones, de crímenes inesperados y desastres, este río de amores dolientes y esperanzas heridas que rociaban el fértil valle de lágrimas habitado por los personajes de Castelo Branco, lo había conocido desde siempre". Así escribió el director Raúl Ruiz, comentando el novelón decimonónico "Misterios de Lisboa", que él llevaría al cine. Pero no conocía todo eso "desde siempre" por haberlo vivido, sino por haberlo disfrutado desde niño como lector y espectador de tantas obras populares deliciosamente lacrimógenas. En cambio Castelo Branco lo vivió en carne propia, algo de lo que ya hablaremos.

Ruiz se lució primero en su Chile natal, con adaptaciones dramáticas y obras de izquierda que desconcertaban a los propios izquierdistas por su mirada crítica, y luego se lució en Francia, donde siguió desconcertando a los suyos y expandiéndose con gozosas invenciones, buenos documentales culturales y notables adaptaciones de la alta literatura y de la menos alta, pero no menos respetable, como el folletín que ahora vemos, publicado en 1854.

Realmente, supo exprimir y exaltar el material original, que de por sí es muy atractivo, lleno de intrigas, vueltas de tuerca, secretos que se van confesando, sorpresas que cambian la interpretación de los hechos, gente mala que resulta buena, o al menos bien arrepentida, todo a partir de un niño supuestamente expósito y un cura fuera de serie, de verba precisa y acción noble, que enseña el nombre de Galileo y oculta más de un misterio. La historia de ese niño se expande y enreda con la de sus padres, la del hombre que debía asesinarlo al nacer, y así sucesivamente, en encuentros y desencuentros que impiden abandonar la lectura, hasta llegar al final perfecto.

La película provoca iguales sensaciones. Dura poco más de cuatro horas, con intervalo, pero cuando llega ese intervalo uno está ansioso por saber cómo sigue la historia. Y cómo nos envuelve el director con su habilidad para intrigarnos y fascinarnos en esa puesta en escena que del modo más simple y original enrarece algunas situaciones, aporta distancias críticas de humor agazapado, y a la vez recupera con toda dedicación los encantos de las viejas películas románticas, las bellezas de otros tiempos, y su "tempo". Y cómo, con una sonrisa comprensiva, nos recuerda costumbres sociales ya superadas, que inspiraron tremendos dramas pasionales, en las novelas y en la vida real.

Valga de ejemplo general un momento único, muy extraño, que él dispone como lo más natural del mundo: el cura lleva al huérfano de paseo hacia el lugar donde surge otro niño, que le muestra un ahorcado en ejecución pública. "Es mi padre", señala, y luego, "¿Quieres jugar conmigo?". Música envolvente de los maestros Jorge Arriagada y Luis Freitas Branco. Fotografía en pasteles ocasionales de André Szankowski.

Ahora, algo sobre Castelo Branco: hijo de una relación extramarital, huérfano desde temprano, casado a los 16, juntado con otra que raptó locamente, y luego con una tercera que abandonó a su marido por él, amén de otros amores y amoríos clandestinos, bohemio absoluto, marido disoluto, padre dolorido (su primera hija murió a los cinco años, otro nació con problemas mentales, otros tampoco le dieron alegrías), preso por deudas y adulterios, y una creciente ceguera que lo llevaría al suicidio. Eso sí, desde que empezó a escribir, primero sátiras políticas y luego folletines en los diarios populares, la gente lo amaba. Era un ídolo. Las propias autoridades terminaron otorgándole una pensión vitalicia. Cuando se mató, apenas un año más tarde, todo Portugal se puso de duelo. Hoy pocos lo recuerdan. Ruiz murió hace cinco años. Ojalá lo recuerden un poco más.