Miss Peregrine y los niños peculiares

Crítica de Jorge Luis Fernández - Revista Veintitrés

Las mejores películas de Tim Burton son aquellas que trazan arcos generacionales, entre el mundo real (que nunca se sabe si es este) y otros imaginarios. En Miss Peregrine y los niños peculiares hay algo de El gran pez, algo de esa ilusión de seres solitarios que hallan solaz en la fantasía (y sin duda expresan al propio y mejor Burton). Jacob (Asa Butterfield) es esa clase de adolescente excéntrico y rechazado por sus pares; parte de su excentricidad es el legado de un tío lunático, Abe (Terence Stamp), quien cuenta historias de monstruos y chicos especiales, algunos incluso invisibles, que conoció en un orfanato de Gales. Aquello p asó en 1943 y Abe se había enamorado de la encantadora Emma (Ella Purnell). Por algún truco del destino, tras la muerte de Abe, Jacob tiene oportunidad de conocerla, de enamorarse como su abuelo, y trasladarse al mundo alternativo y fantástico de esa Gales imaginada por el autor Ransom Rigg, en cuyo best seller se basó esta película. Jacob es guiado por Emma a la isla de Cairnholm, un lugar secreto en la costa británica al que se llega por un acceso subacuático. En el orfanato, Jacob conocerá a chicos de fuerza sobrehumana, una nena que da vida a objetos inanimados, gemelos con aspecto de momias, un chico que lanza abejas y el hombre invisible del que habló Abe. La propia Miss Peregrine (Eva Green) tiene la facultad de convertirse en un halcón peregrino. En esta especie de Isla de la Fantasía, mezcla con X-Men y Willy Wonka, la estrategia para resistir al tiempo es repetir acciones un día tras otro, al estilo Hechizo de amor. Pero entonces aparece Barron (Samuel L. Jackson), líder de una horda de villanos que se alimentan de los globos oculares de niños superdotados… En suma, es un típico Burton, con su ingenio y sus taras, pero altamente superior a lo que mostró en los últimos films.