Misión rescate

Crítica de Ignacio Andrés Amarillo - El Litoral

Dueño de un mundo

Marte siempre estuvo allí. La ciencia ficción, desde sus orígenes más distantes, siempre miró con ojos especiales al cercano planeta rojo: tan próximo, tan enigmático. Siempre seco, pero con sospechosos canales que muchos imaginaron de agua fluida, que en verdad no eran, aunque ahora parece que sí se descubrió agua líquida, así que podemos volver a soñar muchas cosas. H.G. Wells imaginó marcianos invadiéndonos por recursos y muriendo por nuestros gérmenes. Emilio Salgari los concibió en su única novela futurista. Fueron cerebros malignos en las estampas de “¡Marte ataca!” (llevadas al cine mucho después), y fueron ellos los invadidos en “Yo, cyborg”, la historieta argentina escrita por Alfredo Grassi con los dibujos de Lucho Olivera. Pero fue Ray Bradbury quien se llevó las palmas, cuando empezó a escribir el ciclo de relatos que se iría transformando en “Crónicas marcianas”, con su proceso de eliminación de la raza nativa y su sustitución final por la nuestra (“Los marcianos estaban allí, en el canal, reflejados en el agua: Timothy y Michael y Robert y papá y mamá. Los marcianos les devolvieron una larga, larga mirada silenciosa desde el agua ondulada...”).

Todo esto a cuento de que “Misión rescate” se llama originalmente “The Martian” (“El marciano”). Se basa en la novela homónima de Andy Weir que varios ven como un gran remanso en la ciencia ficción más “dura”, en un mundo donde las sagas distópicas juveniles (“Los Juegos del Hambre”, “Divergente”, “Maze Runner”) tratan de pelearle espacio a la fantasía épica. Acá no hay eso, ni space opera a lo “Dune”: esto es ciencia ficción espacial “cortoplacista” (es decir, ubicada en el futuro cercano), buscando contar una buena aventura.

Sobreviviente

Volvamos al tema del marciano, porque la historia habla del primer marciano a la fuerza. Vamos a la historia: la misión Ares III debe abandonar Marte antes de lo previsto, debido a una gran tormenta de viento y polvo. La tripulación corre hacia el vehículo de despegue y en el camino al astronauta Mark Watney lo golpea una antena y sale volando. Las señales de su traje se apagan. Conclusión: la tripulación toma la decisión de despegar sin él, dándolo por muerto.

La cuestión es que Watney no murió. Cuando despierta, va al refugio a curarse, y una vez recompuesto empieza a caer en la cuenta de que está vivo pero solo en todo un planeta vacío, y toda la ayuda posible está a millones de kilómetros. Miquel Barceló, prologuista de la edición española, comparó su historia con la de “La isla misteriosa” de Julius Verne (por el uso del ingenio para la supervivencia); más acá, al público le resultará más familiar la historia de “Náufrago”, de Robert Zemeckis, que nos remontó al Robinson Crusoe de Daniel Defoe: el hombre abandonado de la humanidad que no se rinde en territorio salvaje, ni cede ante la locura de la soledad.

Claro, Weir le agrega a esta idea el hecho de la hostilidad biológica que el planeta rojo le plantea al náufrago, por lo que deberá luchar a la vez para procurarse comida y agua, gracias a sus conocimientos botánicos. Y mientras tanto, ponerse en contacto de alguna forma con la humanidad, que tendrá que ver cómo lo rescata.

Pirata y colono

Ridley Scott siempre ha sido respetuoso en su manera de encarar la ciencia ficción, abordando proyectos que no son para lucir efectos sino para contar cosas sobre el alma humana (que de eso se trató siempre la buena ciencia ficción). De paso, acá puede correrse un poco del gótico terrorífico o existencialista de “Alien, el octavo pasajero”, “Blade Runner” y “Prometheus”, sus principales obras en el género. Marte a los ojos de Scott es un lugar bello, una terra incognita por conquistar. Watley es el primer marciano y a pesar de todo disfruta ser el primero en pisar cada cráter, cada montaña, dar por colonizado un mundo por haber cultivado en él, pensarse más como pirata en aguas internacionales que como un náufrago.

Allí, donde la novela recurre a la bitácora de misión, Scott apela al registro de video en camaritas estilo GoPro, lo que permite el monólogo del protagonista sin que quede tan loco, aunque también se muestre eso: la liviandad de cosas (peligrosas o no) de quien vuelve cotidianas circunstancias extraordinarias. Quizás porque ésa no es la locura, sino la única cordura posible.

Los principales apoyos del realizador están en el guionista Drew Goddard (quizás haya un exceso de corrección política en el final), y en la puesta visual comandada por el diseñador de producción Arthur Max, que permite recrear ese mundo extraño. Los segmentos espaciales tienen algo de “Gravedad”, pero ¿cómo una película post “Gravedad” no tendría algo de ella?

Solo y acompañado

Matt Damon se lleva todas las palmas, porque si él no nos hiciera creíble a Watney, la película se desplomaría. El resto del elenco es gente eficientísima, con más o menos oportunidades de lucirse. Empezando por los compañeros de misión: Jessica Chastain (comandante Lewis), el ascendente Michael Peña (Martínez), Kate Mara (Johanssen; una actriz que todavía puede explotar como su hermanita Rooney), Sebastian Stan (Beck) y Aksel Hennie (Vogel). Y el equipo de la Nasa: Jeff Daniels (Teddy Sanders), Chiwetel Ejiofor (Vincent Kapoor), Sean Bean (Mitch Henderson) y Kristen Wiig (Annie Montrose; encantador ver en un papel dramático a una comediante de su fuste). Y podríamos seguir.

La vieja ciencia ficción sigue dando pelea: “El futuro llegó hace rato”, y en buena medida gracias a ella. Que siga abriendo mundos, allende la estratósfera.