Mis hijos

Crítica de Héctor Hochman - El rincón del cinéfilo

Hay un grave problema a la hora de analizar éste filme, tal dificultad se debe más que nada al titulo impuesto en estas latitudes. La traducción real, tal y como la nombro su director, es “Danzarin árabe”, respetado en su estreno en los países de habla inglesa, sin embargo aquí, como en otros lugares de habla hispana, es “Mis hijos”, algo que podría ser inocuo termina siendo “per se” la dirección a la que, de manera intencional, deben apuntar en su lectura del texto fílmico los espectadores.

La original da cuenta de un personaje, Eyad, un joven brillante palestino-israelí, realmente el principal de nuestra historia, quien ingresa a la Universidad de Jerusalem, en la facultad de Ciencias y Artes, algo sumamente difícil en el sistema educativo israelí.

El titulo vernáculo hace foco sobre uno de los personajes principales, Edna, una mujer israelí, viuda, madre de Yonatan, un joven que padece una enfermedad degenerativa muscular progresiva. Nunca se dice cual. Y será ella el personaje sobre el que se produce el giro más inesperado e inverosímil de la historia.

Más allá de lo probo que quiera establecerse en su discurso el director,

abre en tono de comedia costumbrista, en el año 1982, en una ciudad Palestina dentro de los territorios ocupados o del mismo israelí, lo cual plantea una dialéctica entre el interior de la familia y el exterior en el que viven. Esto mismo termina por instituirse como una triple circulación de la realidad, interior-exterior: la casa familiar y el entorno donde se encuentra.

Palestinos-Israelíes, la eterna, aquí mostrada como falaz, inentendible, eterna, fractura entre ambos pueblos.

Y desde la construcción del relato, comedia-drama, pues no es una comedia dramática, sino una comedia que en desarrollo del tema que expone se transforma en tragedia inexplicable.

Ya al comenzar a recorrer su vida en los claustros se enfrenta al análisis del texto del Génesis, entre las vidas de Ishmael Hijo Abraham y su sierva Hagar, quien será el origen del pueblo árabe, y por otro lado Itzjak, hijo de Abraham y Sara, quien será el heredero y la continuación del pueblo hebreo. Ambos circuncidados por su padre.

No es el único punto de coincidencia que marca el realizador, también el la narración cierra con esa mirada puesta en juego sólo para demostrar la estupidez de una guerra sin sentido. Sin embargo, el punto más álgido lo encontramos en las disquisiciones del comentario de un texto, realizado en clase por Eyad. En el mismo discute la representación del palestino en innegables, a la vista de los modelos arbitrarios de alguna literatura israelí. Los cuales se plante como persistente el tópico de sujetos masculinos de ese origen, el árabe, incapaces de oficiar una relación con el sexo opuesto sin apelar a la violencia o a la impugnación punible más débil y lo más cercano a lo shakespireano de “Romeo y Julieta”.

Luego de esa secuencia, y con la necesidad de sostener el discurso, la realización entra en arbitrariedades injustificadas que termina por destruir el verosímil instalado hasta ese momento.

Personajes límites, su protagonista, Eyad, encontrará rechazo por parte de los suyos por decisiones que toma de manera individual, de los otros, los “enemigos”, pertenecientes a la misma cultura de su novia judía. La novia Naomi, es quien intentará romper con todos los mandatos familiares. Yonatan, quien conoce su destino por la misma historia de su padre y intentará vivir su vida dentro de los parámetros de sus deseos lo más “normal” posible, luchando un pelea que está perdida desde el diagnostico. Por ultimo, Edna, ¿la madre de esos hijos?, quien en soledad sufre, pero nunca deja de mostrar su entereza.

La película, tanto desde su estructura como desde el relato, se pondera de manera visual clásica, congruentemente sobria, sosteniendo las excelsas ansíes narrativas, concluye mutando, eclipsándose gradualmente por la imposibilidad de sostener una nueva idea dentro del mismo argumento. La de la identidad, tema caro a los sentimientos humanos, atravesando todas las fronteras culturales.

Ya sea por impericia o por esa dificultad, esto acaba por perjudicar al producto en su conjunto.

En este orden hubo un filme de origen francés, dirigido por el rumano de origen judío Radu Mihaleinu, cuya historia transcurre casi enteramente en Israel, en el que un niño etiope suplanta a un niño fallecido y es educado como judío. “Ve, vive y vuelve” en su traducción original, se conoció como “Ser digno de ser” (2005). Allí claramente se instalaba la lectura de lo particular a lo general, en tanto y en cuanto se pone en juego la identidad de las personas, es en esta variable donde la obra de Eran Riklis falla.