Mirai: mi pequeña hermana

Crítica de Nicolás Ponisio - Las 1001 Películas

Retrato animado de la vida: buena pero no perfecta.

El director japonés Mamoru Hosoda se presenta una vez más con un relato sencillo, emotivo, que trasciende por su perfecto estilo de animación y el corazón de la historia en el lugar adecuado para volverla una maravilla entrañable. Centrada en cómo un niño percibe sus primeras experiencias de vida, el mundo del pequeño Kun se ve puesto patas arriba con la llegada de Mirai, su hermana recién nacida. Con esta relación como puntapié y eje central de la historia, el director apela a lo cotidiano y a las reacciones más humanas para envolverlas con elementos fantásticos, convirtiendo el crecimiento y aprendizaje en lo extraordinario del día a día.

El film se compone de distintos episodios en la vida de Kun y su familia en los cuales el niño lidia con los celos de su hermana y los sentimientos de confusión y soledad ante la atención que deben darle los padres a la bebé. Las inseguridades y temores típicos de la temprana edad son abarcados con un importante matiz de realismo. Sean los celos y disputas del niño con su hermana o sus padres, los caprichos y negaciones o el miedo a la hora de aprender a andar en bicicleta, cada una de las problemáticas que se van presentando a lo largo de la historia son muy familiares y reconocibles para el espectador. Así, el director retrata con grandeza esos pequeños momentos de la vida y más allá de la exageración de los rostros o movimientos animados, los personajes se ven humanos en la pantalla.

El padre de Kun le dice a su hijo que hay una primera vez para todo y, siguiendo esta idea, el film se enfoca en las primeras experiencias mostrándolas con la ingenuidad y lo infantil que resultan pero al mismo tiempo denotando la importancia fundamental que estos momentos poseen en la vida del infante al igual que las reacciones de los adultos ante ellos. Todo lo pequeño conlleva un peso enorme para quienes lo transitan con el desconocimiento de una primera vez. Y esta cuestión tan realista y llevada acabo de manera tan poética, también encuentra su lugar dentro del realismo mágico al que se recurre en la historia. El árbol que se halla en el jardín de la casa familiar es el nexo espiritual al cual se puede acudir para conocer el pasado y futuro de sus integrantes. De esta manera es que Kun, con cada conflicto vivido, conocerá mágicamente a las versiones futuras de su hermana y de sí mismo, la versión infantil de su madre o a su bisabuelo en sus años de juventud.

Lejos de resultar confusos o rebuscados, los viajes en el tiempo son tratados con una sencillez que deposita su fuerza en la emocionalidad nacida de los encuentros de Kun. En cierta forma funciona como un diálogo interno que ayuda al niño a poder comprender de mejor manera las actitudes tomadas por sus padres, las igualdades y las experiencias humanas que no solo los conformaron a ellos sino que también se encuentran formándolo a él desde temprana edad. A pesar de las distancias y de los tiempos pasados o futuros que el niño fanático de los trenes recorre sobre los rieles de la vida, el film mantiene el contacto humano cercano al espectador para que éste pueda ser interpelado fuertemente por la mágica historia.

Mirai es un film que, al igual que la visión de vida que posee, se compone de pequeños momentos que se destacan resplandeciendo de manera mágica con el sentir de lo cotidiano, construyendo la personalidad de su protagonista y haciéndolo crecer al mismo tiempo que logra lo mismo con la sensación de bienestar dejada al público —en su sencillez halla una belleza propia, lo que hace buena a su historia. Y como dice la madre de Kun y Mirai: “Buena está bien. Mientras no sea mala”. Y eso justamente, es todo lo que es y precisa ser Mirai.