Minions

Crítica de Elena Marina D'Aquila - Cinemarama

Esto no es un film

Así como Intensamente puso en evidencia que en Pixar también pueden escasear las ideas, el spin-off de Mi villano favorito va por el mismo camino y está muy lejos de ser una gran película, si es que puede decírsele a eso película, ya que el único motivo por el cual se plantea como un largometraje es puramente comercial. Minions apunta de manera directa y sin pudor alguno hacia el marketing dejando la calidad artística del producto de lado, como si no importara nada más que el “total tenemos a los minions en pantalla que es lo que vende”. La pantalla les queda grande y a cada minuto que pasa se hace más evidente la falta de contenido. De hecho, el propósito de Minions no es ser una película, sino una torpe acumulación de cortometrajes –que quizás funcionarían como tales de forma aislada– con el único objetivo de vender la mayor cantidad de merchandising posible, a la mayor cantidad de público posible.

A diferencia de sus antecesoras, productos notables tanto a nivel visual como narrativo, la historia que rodea a estos cosos amarillos en su debut protagónico es muy pobre y poco interesante, por no decir de atractivo nulo. La villana de turno y su esposo –con voces de Thalía y Ricky Martin en la versión doblada y la única que podrá escucharse en las salas de nuestro país– son personajes tan narrativamente desamparados que dejan ver la desidia general hacia la creación de algo más o menos decente.

Parte del encanto de los minions tenía mucho que ver con su condición de personajes secundarios, de brillantes comic reliefs. Sus apariciones en Mi villano favorito y su secuela eran una carta de amor a la comedia más pura y anárquica, al slapstick y al cartoon. Entonces, ¿qué es lo que falla ahora? Sucede que en esta ocasión su gracia viene con fecha de vencimiento, la cual caduca pasados unos minutos del comienzo de la película. Justamente, una de las grandes cualidades de la primera y la segunda Mi villano favorito era que no se agotaban nunca. Ambas películas mostraban un profundo amor hacia los relatos y una cuidadosa construcción del gag; no se trataba solamente de una situación atrás de otra sin ningún sentido más que provocar la risa por inercia en el espectador. El abuso de tiempo en pantalla de estos –alguna vez adorables– seres amarillos, les juega en contra y hasta logra despojarlos de su cualidad de queribles. Y si eso no les parece lo suficientemente terrible, el horror continúa: el amontonamiento de proto ideas escupidas como una máquina que lanza pelotas de tenis es tan atolondrado, básico y reiterativo que, en su afán por causar gracia, termina resultando aburrido y cansador. Sí, no parecía posible pero en su propia película, los minions aburren. Y la cosa sigue sin mejorar. A medida que avanza el metraje, los realizadores no parecen tener ni la más mínima intención de dotar a sus gallinas de los huevos de oro de alguna dimensión como personajes. La única motivación para sostener la película durante noventa y un minutos parecería ser exclusivamente la de seguir explotándolos como meros productos de merchandising.

Incluso sucede algo que no pasaba en sus antecesoras: en esta ocasión, ni siquiera existe la posibilidad de empatizar con los pobres minions. Nacieron para ser actores de reparto y así deberían haberse preservado, en estado de gracia y empatía absoluta. Es una pena que, teniéndolo todo para convertirse en los más dignísimos herederos de personajes chuckjonesianos, hayan sido transformados en el reflejo de lo que pasa cuando la ambición de los estudios por recaudar a toda costa termina arruinando algo maravilloso.